“Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne…” – Hechos 2:17
Dormí solo tres horas. Y aún así, me desperté con el corazón latiendo como si ya estuviera corriendo.
Steve estaba en el sillón de la sala. Le habían quitado las vendas del pecho, pero todavía caminaba como si el apuñalamiento le hubiese partido también el alma.
Me acerqué.
—Hey, guerrero —le susurré, sentándome a su lado.
Me miró. Ese tipo de mirada que me deja sin aire.
—¿Tú crees que todo esto tenga sentido? —me preguntó—. Lo de Javier. Lo de Natali. Lo mío. Lo tuyo.
Le tomé la mano.
—No tengo idea —le respondí—. Pero sé que no estamos solos.
Él cerró los ojos. Me jaló hacia su pecho, y por un momento, solo nos quedamos ahí.
Respirando. Viviendo. Siendo.
“Esto, esto es mi hogar. No importa cuántos muros tenga que derribar, ni cuántas veces el diablo intente apuñalarlo. Steve es mío. Punto.”
Al mediodía, Sara entró a la cocina con los ojos más abiertos que nunca.
—Tuve un sueño. No. Una visión. O algo así.
Todos —yo, Steve, Percy y la mamá de Steve— nos giramos hacia ella.
—Había fuego. Fuego por todas partes. Y una voz que me decía: ‘¡Advierte! ¡El templo será profanado!’
—¿Qué templo? —preguntó Percy.
—No lo sé —respondió Sara, temblando—. Pero creo que… está relacionado con el circo. Y con un lugar que van a atacar.
Me puse de pie.
No sé cómo lo supe. Pero supe que era real.
Ese mismo día, regresamos al centro del pueblo, donde estaba la iglesia cristiana que nos había apoyado meses atrás. El pastor nos recibió con el ceño fruncido.
—Anoche alguien irrumpió en el santuario. Pintaron símbolos extraños en el altar.
Mi estómago se encogió.
—David —dije. Lo sentí. Como un veneno en la boca.
—Van a hacer un ritual, ¿verdad? —preguntó Steve.
—Sí —afirmó Sara—. Lo van a hacer en un lugar donde la adoración real al Señor ha sido sembrada. Quieren burlarse. Quieren robar autoridad.
El pastor asintió.
—Los muros caerán si no oramos.
—¿Muros? —pregunté, con la voz quebrada.
—Como en Jericó. Pero esta vez, no podemos rodear. Esta vez tenemos que entrar. Y sacar lo que no es de Dios.
Esa noche, nos reunimos todos en el altar de la iglesia.
Percy trajo sus Biblias favoritas.
Steve, su guitarra.
Yo… mi fe, temblorosa pero firme.
Sara se quedó en una esquina. Pero luego se acercó.
Y aunque no oró, se arrodilló.
—Dios… si eres real, si todo esto no es un invento… dime qué hacer.
Y ahí, justo ahí, la luz del altar titiló como una respuesta.
Y yo lo supe:
Sara está a un paso.
Y nosotros a uno del final.