Han pasado cinco años desde la última batalla.
Cinco años desde que los muros cayeron, las lágrimas sanaron… y los que sobrevivimos, prometimos vivir por los que ya no están.
Estoy sentada en una banca frente al mar.
Mi vestido blanco ondea con el viento.
Sí… me casé con Steve.
El novio ideal se convirtió en mi esposo eterno.
Lo miré y pensé: “Dios mío, me lo diste tú… y no pienso soltarlo ni en el milenio.”
Percy es ahora pastor de jóvenes, aunque sigue siendo el más glotón de todos.
Tiene una cafetería llamada “Donas & Discípulos”. (Literalmente te predica mientras comes).
Tiene una foto de Javier y Natali enmarcada junto a la caja registradora. Nadie entra sin escuchar su historia.
Sara…
Sara es misionera en África.
Recibe cartas de niños a quienes ella les ha hablado de Jesús.
“Gracias por mostrarme que soy amado”, le escribió uno.
Y a veces, cuando ora, aún llora… pero ahora, de gratitud.
Steve y yo viajamos contando nuestra historia.
Nuestra fe.
Y cómo el amor de Dios sanó nuestras heridas, reconstruyó nuestros corazones y nos dio un propósito.
Hoy es un día especial.
Es el aniversario de Natali y Javier.
Estamos todos juntos en un campo lleno de girasoles, porque ellos los amaban.
Dejamos dos globos blancos al cielo.
—Hasta que nos volvamos a ver —susurra Percy.
Steve me abraza desde atrás.
—¿Sabes? —me dice—. Ellos no murieron en vano.
—Lo sé —le respondo.
Miro hacia el cielo, y el viento sopla suave.
Y en lo profundo de mi alma, los escucho reír.
Javier haciendo chistes tontos, Natali diciéndole que ya basta, y yo gritando:
“¡YA CÁSENSE EN EL CIELO!”
Reímos. Lloramos. Seguimos adelante.
Porque así es la vida…
Una historia que continúa aun cuando las páginas duelen.
Y mientras caminamos de regreso tomados de la mano, escucho a Steve susurrar:
—Contigo, hasta el fin del mundo.
Y yo sé… que lo dice en serio.