El equipaje estaba a reventar, Elena tuvo que aplastar la ropa con el peso de su cuerpo para cerrar la tapa. El baúl era muy viejo, la idea de que no aguantara el trayecto la inquietó. El traqueteo del carruaje podría dañar los viejos seguros y entonces sus vestidos y enaguas saldrían volando por los aires. Sería terrible, ese baúl contenía todas sus posesiones en el mundo y, aunque fueran solo cosas materiales, Elena no quería perderlas también.
Se asomó por la ventana, aún no llegaba el transporte, contaba con algunos minutos antes de tener que abandonar la casa para siempre. Se planteó la posibilidad de ir a la habitación de su padre, verla por última vez, pero al instante desechó la idea. Ahí ya no había rastro de su padre, ya no estaba su ropa, ni sus libros, ni sus anteojos sobre la mesita de noche. Elena había empacado todo para que los nuevos ocupantes pudieran tomar posesión de la casa auxiliar. Ahora todos los cuartos estaban vacíos, las paredes desnudas. Era como si los Mons jamás hubieran vivido ahí. Otra familia llegaría a ocupar la casa, un nuevo administrador que sirviera al señor Harlan como su padre lo había hecho durante los últimos quince años gestionando la finca La Tormenta.
Elena contempló la que en unos minutos dejaría de ser su recámara. Sabía que debía descender, dejar todo atrás, pero no encontró el ánimo. Esta casa era todo lo que conocía, había llegado a vivir ahí con sus padres a los cuatro años, entre sus paredes se había convertido en la joven que era ahora. En esta casa había fallecido su madre hacía cinco años y su padre hacía apenas una semana. Estas habitaciones conformaban todo su mundo, abandonar la casa y la finca era como abandonarse a sí misma. Decirse aterrada era quedarse corta.
El ruido de pasos subiendo por las escaleras la sacó de su ensimismamiento. La casa auxiliar era pequeña por lo que todo se escuchaba con claridad.
Elena se alisó el vestido, asumiendo que era el chofer del carruaje alquilado que venía para ayudarla a bajar el equipaje. Volvió a mirar el monedero que llevaba atado a su muñeca, calculando cuánto debía pagar al chofer por sus servicios y cuánto le quedaría después.
Jamás había sido una mujer despilfarradora, pero ahora era menester que fuera aún más prudente con sus gastos. En su precaria situación financiera, cada centavo valía.
Para su enorme sorpresa, quien cruzó la puerta no fue un chofer desconocido, sino el dueño de la finca La Tormenta y antiguo patrón de su padre,.
—¡Señor Harlan! —exclamó Elena en tono de incredulidad. En los quince años que llevaba viviendo en la casa auxiliar jamás había recibido una visita del patrón de la finca. Era extrañísimo tenerlo ahí, lo sentía casi como una aparición fantasmal.
—¿Ya tiene todo empacado, señorita Mons? —la interrogó el hombre con su usual frialdad.
—Ya, señor, en un momento desocupo su casa —replicó Elena con premura. De pronto, no sabía dónde poner las manos, sentía que los brazos le sobraban.
—¿Y a dónde irá? —quiso saber él.
Sus felinos ojos azules bajaron hasta las manos de Elena, entonces ella notó que las estaba estrujando entre ellas y dejó de hacerlo.
—Su ama de llaves conoce a alguien que va a alquilarme una habitación en la ciudad —replicó en voz trémula. Tenía la impresión de encontrarse en un examen oral que debía aprobar, algo en el señor Harlan siempre la había intimidado.
—Una habitación en la ciudad —repitió él como si la idea fuera absurda—. ¿Y con qué va a costearlo? Tengo entendido que su padre no dejó un centavo que legarle. Me sorprende, era un administrador excelente. No comprendo cómo pudo ser tan descuidado con sus propias finanzas.
Elena asintió, era algo que ella misma llevaba días preguntándose. Su padre era el hombre más sensato que conocía, ¿a dónde se había ido todo su dinero?
—Tengo algunos ahorros personales y pienso buscar trabajo. Según entiendo, en la gaceta del reino se anuncian ofertas de empleo para institutrices, espero colocarme en una buena familia —explicó sin entender por qué el señor Harlan mostraba interés en lo que sería de ella. Era la hija de su antiguo empleado y nada más. En los últimos quince años habían cruzado a lo sumo diez palabras, a pesar de que Elena había crecido en los confines de su finca.
El señor Harlan entrecerró los ojos, su insistencia en mirarla era inquietante.
—¿Sin experiencia? No sé cuántas familias están a la búsqueda de una institutriz que solo sabe de números y libros contables. Su padre no le procuró una educación tradicionalmente femenina, ¿me equivoco?
Su garganta se atenazó, el señor Harlan expresaba en voz alta sus propios miedos. Era verdad que ella carecía de muchas habilidades consideradas propias de las mujeres, su madre había estado muy enferma para enseñarle y su padre la había instruido en lo único que sabía: números y cuentas. No tenía idea de cómo bordar, pintar, tocar el piano; sus conocimientos no eran lo que las familias buscaban inculcar a sus hijas. ¿Y si nadie la contrataba? ¿Qué haría? ¿Mendigar?
—No tengo otra opción más que intentarlo —admitió, dejando asomar de forma involuntaria su temores. Sin familiares, relaciones o amistades que pudieran auxiliarla, el único camino era buscar un modo de subsistir por sus propios medios.
El señor Harlan no replicó de inmediato. La miró unos instantes, pensativo. Tras una pausa, se aclaró la garganta.
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Editado: 07.09.2025