A las cuatro menos quince sacaron el cuerpo del señor Víctor Harlan. Para las cuatro y veinte ya había concluido el entierro.
La ceremonia fue breve, los discursos concisos y las muestras de afectación contenidas. Justo como al difunto le hubiera agradado.
Su joven viuda no quitó la mirada del féretro hasta que este desapareció bajo los montones de tierra. Tampoco derramó ninguna lágrima, lo cual levantó más de una ceja entre los presentes.
Lo cierto era que Elena no era una mujer que acostumbrara a hacer alarde de sus sentimientos en público, por más duros que estos fueran de sobrellevar. Lo mismo había ocurrido en el funeral de su padre, acontecido hacía tres años, Elena había aguardado hasta estar en su habitación en la casa auxiliar para soltarse a llorar a lágrima viva.
Tras el entierro, los presentes echaron a andar hacia la casa principal, donde los esperaba una variedad de bocadillos y té.
Las autoridades preferían que los difuntos se enterraran en el cementerio de la ciudad, ubicado a unos 10 kilómetros de la finca. Sin embargo, había sido el expreso deseo del señor Harlan que se le pusiera a descansar en sus tierras y Elena no había visto problema en complacer su última voluntad.
Eso era hasta ese momento, pues entonces se dio cuenta del inconveniente que era tener el entierro en su propiedad. Los dolientes iban a quedarse en La Tormenta tanto como quisieran.
Ojalá tuviera el valor de pedirles que se marcharan, pero no se atrevía, era demasiado tímida, demasiado consciente de su propia inferioridad como para tomarse dichos atrevimientos. Aguantaría como una buena anfitriona, escucharía sus condolencias y se haría de la vista gorda de las murmuraciones hasta que el último doliente decidiera retirarse.
El ama de llaves, la vieja Lynn, tenía todo listo para recibir a la gente. Elena tomó asiento sobre una silla de cojines aterciopelados en tanto que los demás se abalanzaban sobre los bocadillos.
—Le salió bien la jugada, ¿no crees? Solo tuvo que aguantar a Harlan unos años, darle un niño y estará forrada de por vida —escuchó murmurar a alguien en la sala, arrancándole una risita maliciosa a varios.
Sabiéndose observada, Elena quitó una pelusa inexistente de su falda negra. Nadie se creía que su matrimonio con Harlan hubiera sido producto del amor y lo cierto era que no lo había sido. Aún así, Víctor Harlan había sido un excelente esposo en muchos sentidos y Elena, aunque jamás se había sentido enamorada de él, había llegado a estimarlo muchísimo.
—Lamento su pérdida, señora Harlan —se acercó el dueño de la finca vecina, el señor Logan.
—Muchas gracias —replicó ella estrechando su mano sudorosa.
—¿Gusta que le traiga un té? Le haría bien tomar algo caliente —ofreció la señora Logan de pie al lado de su marido.
—Gracias, así estoy bien —replicó, pero otra dama ya le acercaba una taza humeante de té negro.
Elena dejó la taza discretamente en la mesita que tenía a un costado.
—Se ve tan tranquila… ¿será que ni siquiera le importa su marido? —murmuró otra persona entre los presentes, del lado opuesto del salón.
Elena apretó las piernas bajo su falda. Qué cruel podía ser la gente sin motivo alguno. ¿Quiénes era ellos para decir lo que sentía? Sus especulaciones eran indignantes, pero Elena no podría hacer más que dejarlos ser. ¿Qué otra cosa le quedaba? Era inútil explicarse frente a extraños. Ellos no podrían entender lo que la había orillado a aceptar la propuesta de Víctor y tampoco les interesaba. Hablaban solo porque era el tema del momento. En unas semanas encontrarían otro tema del cual cotillear y se olvidarían de ella.
Demasiado incómoda para seguir quieta, Elena se levantó de su silla, se excusó con los asistentes y salió del salón. Las escaleras se encontraban cruzando el vestíbulo.
—¿Puedo ayudarla en algo, “señora”? —preguntó la vieja Lynn al verla subiendo.
Era increíble que tras tres años de ser la señora de La Tormenta, al ama de llaves aún le costara trabajo reconocerla como tal. Antes, cuando Elena aún era la señorita Mons, Lynn había sido la más amable en su trato, pero en el segundo en el que se había trasladado a la casa principal para desposar al patrón, todo había cambiado entre ellas.
—En nada, Lynn, solo quiero ver como está Dani —replicó haciendo de cuenta que no notaba el tono insolente del ama de llaves; justo como hacía siempre.
—Estoy segura de que la niñera se está encargando.
Elena miró sobre su hombro y asintió. Ya iba a más de la mitad del camino hacia la planta alta.
—Lo sé, pero quiero verificar de cualquier modo. Por favor, asegúrate de que la gente tenga todo lo necesario en la sala.
—No hace falta que me lo diga, “señora”.
Elena llegó a lo alto de la escalera y dobló hacia la izquierda. El cuarto de su hijo se encontraba tres puertas más adelante.
La niñera dormitaba sobre la mecedora. Elena caminó de puntitas hacia la cuna para no despertarla. Su adorado hijito dormía a pierna suelta envuelto en una suave frazada.
Con solo verlo, su abatido corazón se llenó de ternura y encontró el consuelo que una sarta de pésames no había podido darle.
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Editado: 07.09.2025