Hacía rato que el último doliente se había retirado. Sin embargo, Larson Harlan seguía dando vueltas por la estancia caminando con el pecho inflado y la espalda erguida, como un león admirando sus territorios.
Elena lo observaba desde una silla sin atreverse a pedirle que se fuera. ¿Quién era ella para correrlo? Después de todo, Larson era el menor de los Harlan, había crecido dentro de estas mismas paredes junto a Víctor. Ella, en cambio, era la hija del antiguo administrador venida a más. Elena nunca se había sentido por completo la señora de La Tormenta a pesar de que su esposo había hecho todo lo que le correspondía para darle su lugar. Ahora que él ya no estaba, sentía su posición aún más endeble, se veía a sí misma como una impostora. La actitud avasalladora de su cuñado no hacía sino incrementar su percepción.
—¿Dónde está el pequeño Doni?
—Dani —lo corrigió Elena con el ceño fruncido. ¿En serio acababa de errar el nombre de su sobrino? ¡Su único sobrino!—. Le pusimos Daniel en honor a su abuelo, eso usted ya lo sabe.
—Ah, sí, el buen Víctor era dado a cursilerías. Creía en el legado y esas tonteras. Por eso para él era tan importante tener un hijo, tanto así que estuvo dispuesto a… —Larson dejó morir la frase, aunque no paró de mirar a Elena de reojo.
Ella apretó sus manos, estrujando su falda negra entre sus dedos. Sabía exactamente cómo acababa la oración de su cuñado. “A casarse con una mujer tan inferior”, era lo que había dejado sin decir. Larson no era el único que lo pensaba. El ama de llaves, los lacayos, los peones e incluso el administrador que llegó a suplir a su padre, todos se habían preguntado en algún punto qué había pasado por la mente del señor Harlan cuando se casó con Elena.
En el imaginario general se asumía que Elena había seducido al patrón usando las armas de su juventud y belleza para hacerlo tomar una decisión irracional. Elena llevaba tres años luchando para no permitir que esos rumores le afectaran. Pensaba que mientras Víctor y ella conocieran la verdad y fueran todo lo felices que podían ser, lo que se dijera poco interesaba. No obstante, ahora era viuda y las opiniones que antes se había dado el lujo de ignorar venían a cargarla como ladrillos sobre su espalda.
—¿Qué desea, señor Harlan? —preguntó Elena con una dureza que no acostumbraba emplear—. El funeral acabó y usted no parece especialmente afectado por el fallecimiento de su hermano. Sería bueno que se marchara a su hogar.
Las fosas nasales de Larson se dilataron a un punto cómico.
—¡¿Cómo te atreves?! —preguntó indignado—. Lynn tenía razón, pronto se te olvidó tu origen. El ser la señora de La Tormenta se te subió rápido a la cabeza.
Elena se contrajo en su asiento, hacía tiempo que sospechaba que el ama de llaves y su cuñado la criticaban a sus espaldas. Ahora quedaba confirmado.
Inhaló profundo y exhaló despacio, reuniendo paciencia de donde no la tenía.
—Ha sido un día largo, señor. Todos estamos sensibles —dijo en un tono más conciliador. Pese a ello, se puso de pie, alisándose la falda del vestido para darle a entender que no pensaba permanecer más tiempo en el salón con él—. Si me disculpa, mi hijo me necesita, acaba de perder a su padre.
Larson la miró con las cejas enarcadas, su expresión rayaba en la mofa.
—Ah, sí, el pobrecito —dijo llevándose las manos al vientre. No era un hombre obeso bajo ningún parámetro, pero una vida de licor y excesos se asomaba en una tripa flácida y más extendida de lo que su faja era capaz de disimular. Elena desvió los ojos, qué distinto era Larson de Víctor, a quien la equitación y las actividades mantuvieron en estado óptimo hasta su último día—. Lo bueno es que tiene a su tío que se encargará de él —añadió Larson con una media sonrisa que exponía un par de dientes faltantes que había perdido en una riña de taberna.
De no haber estado de luto, Elena habría reído con el comentario. Ni siquiera podía recordar el nombre de su sobrino y decía que iba a hacerse cargo de él.
—Gracias, para eso tiene a su madre —dijo tratando de no sonar abiertamente hostil.
—Claro, pero el encargado de su porvenir seré yo —puntualizó Larson.
Elena juntó las cejas.
—¿A qué se refiere?
—El abogado de la familia vendrá mañana en la tarde y podrá contestar cualquier pregunta que tengas, entonces todo te quedará más claro, cuñada.
—¿Abogado? —repitió Helena todavía más confundida.
—El encargado del testamento —aclaró Larson en tono condescendiente—. Mañana sabremos cómo Víctor repartió sus bienes. Es de esperarse que le haya dejado todo al pequeño Doni, incluyendo La Tormenta. Ahora bien, dada la edad del niño, te puedo anticipar que Víctor nombró un albacea y tutor, y que lo estás viendo en este instante. En mis manos quedará la administración de la finca y los bienes hasta que Doni llegue a la edad de tomar posesión de su herencia.
Elena se dejó caer sobre el asiento bruscamente. Demasiado consternada como para interesarse en la elegancia de sus movimientos.
No podía pensar en una peor persona en el mundo para administrar nada, mucho menos la herencia de Dani. Pero, ¿cómo había sido capaz Víctor de hacer algo así? Nadie mejor que su marido conocía lo irresponsable y propenso al despilfarro que era su hermano menor. Dejar en sus manos el futuro de su único hijo… A Elena le parecía inconcebible y al mismo tiempo, pensó, ¿a quién más iba a dejar? Víctor, al igual que ella, no era una persona sociable; no tenían amigos cercanos en quien confiar y, fuera de Larson, tampoco contaban con familia.
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Editado: 26.09.2025