El Sello de Poder - Libro 5 de la Saga de Lug

PRIMERA PARTE: Lyanna - CAPÍTULO 12

Ya habían caminado por unas dos horas y estaban sobradamente distanciados de los terrenos de la escuela, pero Augusto seguía marchando sin detenerse.

—Ya estamos bastante lejos, ¿no crees?— lo cuestionó Llewelyn.

—Todavía no— le replicó el otro.

—¿Hasta dónde vamos?— quiso saber Llewelyn.

—Pronto lo sabrás— fue la evasiva de Augusto.

Caminaron una media hora más. Los terrenos pantanosos comenzaron a ceder, y los cuatro se internaron en un bosque de enormes y frondosos árboles. Al llegar a un claro, Augusto se detuvo.

—Aquí es— anunció.

—Oh, no— murmuró Llewelyn, paseando la mirada por los rojos troncos de los árboles—. No se hará aquí.

—Ella aceptó mis términos: yo elijo el lugar— le retrucó Augusto.

—Eres un maldito…— le gruñó Llewelyn.

Augusto solo sonrió con malevolencia.

Lyanna observó los rojos árboles. El sitio le resultaba familiar. Sí, había estado aquí en una de sus exploraciones de fines de semana. No entendía por qué Llewelyn estaba molesto con la elección del lugar. A Lyanna le parecía mejor combatir aquí que enterrada hasta las rodillas en agua de los pantanos. Pero Llewelyn sabía algo que su hermana ignoraba: aquellos árboles eran balmorales. Los balmorales tenían la propiedad de anular cualquier habilidad especial. Todo el entrenamiento de Lyanna se había basado sobre el uso de su habilidad de ver la energía, pero en este lugar, no podría verla y no podría anticipar los movimientos de Augusto, en una palabra, Lyanna no tenía oportunidad.

—Augusto, no puedes hacer esto…— le rogó Llewelyn.

—Este lugar es justo, aquí los dos somos iguales— le dijo Augusto.

—¡¿Iguales?!— le gritó Llewelyn—. Tú tienes veintiséis años y el doble de tamaño que ella, tienes años de entrenamiento en esgrima, ¡ella tiene diez y empuñó una espada por primera vez hace tres días! ¿Dónde está lo justo en eso?

—La decisión no está en tus manos, Llew— le replicó Augusto y luego se volvió a Lyanna: —¿Quieres retractarte? ¿Quieres cancelarlo?

—No— dijo Lyanna sin titubear.

—La damita ha hablado— declaró Augusto, fingiendo solemnidad.

—Ly, por favor…— le rogó Llewelyn.

—Estaré bien, Llew— le dijo ella—. Me entrenaste bien.

—No, Ly, no entiendes…— intentó su hermano.

—Ya basta de tanta charla, comencemos— intervino Augusto.

Entonces, Llewelyn recordó el truco del golpe con la empuñadura de la daga que le había enseñado a su hermana. Si Lyanna recordaba el lugar, tal vez pudiera golpearlo aun sin ver la energía, dejarlo fuera de combate.

—¡Espera!— gritó Llewelyn.

Augusto volvió a envainar su espada que ya había sacado hasta la mitad.

—No hay cancelación, Llewelyn, debes entender eso de una vez por todas— protestó Augusto.

—De acuerdo, bien— admitió Llewelyn, abriendo los brazos con las palmas de las manos abiertas—, solo una cosa…

—¿Qué cosa?— inquirió el otro con tono cansado.

—Que no sea a la primera sangre, que solo sea hasta que uno de los dos quede fuera de combate. El primero que caiga al suelo y demore más de diez segundos en levantarse perderá el combate— propuso Llewelyn.

Augusto entrecerró los ojos, desconfiado.

—Humm, no sé— dudó, y luego, mirando en derredor hacia los árboles gritó: —¿Qué piensan, amigos? ¿Sin sangre?

Los ojos de Llewelyn se abrieron desmesurados al ver salir a las figuras encapuchadas de sus escondites detrás de los árboles. El hermano de Lyanna calculó horrorizado que eran más de cien, todos manteniendo cierta distancia y con los rostros cubiertos para no desvelar su identidad. Las voces se alzaron a coro, gritando sin piedad:

—¡Sangre! ¡Sangre!

—Parece que va a tener que ser con sangre, amigo— dijo Augusto en medio del griterío.

—¿Qué es esto?­ ¿Te volviste loco?— le gritó Llewelyn.

—Me pareció que la humillación tenía que ser pública, así que me traje audiencia— le contestó el otro con una sonrisa perversa.

—¡Hijo de…!— bramó Llewelyn, llevando su mano instintivamente a su cadera izquierda, solo para recordar que no había traído su espada como gesto de buena voluntad para no empeorar las cosas.

Pero las cosas no podían ser peores. Augusto no era el caballero que Llewelyn siempre había respetado. ¡Qué ingenuo había sido al pensar que su amigo entraría en razón, que se daría cuenta de que todo aquello era un sinsentido, que no podía pelear contra una niña indefensa solo porque la situación le había hecho resurgir algún episodio traumático de su propia infancia! Todo esto había llegado demasiado lejos.




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