El Sello de Poder - Libro 5 de la Saga de Lug

SEGUNDA PARTE: Augusto - CAPÍTULO 23

Desde la puerta de su casa, Augusto saludó con la mano a Liam que se alejaba. Cuando lo perdió de vista, cerró la puerta y se fue a la cocina, donde su madre lo esperaba, ansiosa.

—¿Y bien?— preguntó Juliana.

Augusto suspiró. Tomó la lata de cerveza aun cerrada que había bajado de su dormitorio y la volvió a colocar en el refrigerador. Hacía mucho tiempo ya que no tocaba el alcohol, pues interfería con su habilidad, pero no quería que Liam supiera eso, así que había simulado tener la intención de acompañarlo.

—¿Tienes algo de té? Creo que está empezando a dolerme la cabeza— dijo Augusto, desplomándose en una silla.

—Claro— dijo su madre, poniendo agua a calentar.

—Es el típico político— comenzó Augusto—. Primero trató desesperadamente de averiguar algo sobre mí con lo que poder chantajearme, luego trató de sobornarme ofreciéndome las influencias de su padre para arreglar mis problemas, después se cortó la mano con mi espada de Govannon para inspirarme lástima y culpa. Finalmente, lo increpé para que me dijera de una vez lo que quería, antes de que se le ocurriera algún otro truco para tratar de forzarme a darle lo que desea. Por cierto, la alfombra de mi cuarto está arruinada, y tal vez también el colchón de mi cama. Es mi amigo y lo aprecio, pero desearía que tuviera otros mecanismos para pedir sus favores.

—¿Qué es exactamente lo que quiere?— preguntó su madre, mientras ponía una taza frente a Augusto en la mesa con un saquito de té y una cuchara al costado.

—Quiere ser tu asistente.

Juliana se lo quedó mirando, sin comprender.

—Eso no tiene ningún sentido, Gus. Ni siquiera le gusta la historia antigua. ¿Sangró en tu alfombra por eso?

—Está desesperado. Parece que un tío que tiene mucha influencia en la familia llegó para su graduación y quiere enviarlo a trabajar en un consulado en Praga.

—¿El problema es Praga o el consulado?— inquirió ella, mientras echaba agua caliente en la taza de Augusto y le alcanzaba el azúcar.

—Praga— respondió él.

—¿Qué tiene de malo Praga?

—Nada, pero a él le parece el mismísimo infierno. No quiere irse de aquí.

—¿Y qué tengo que ver yo en todo este asunto?

—Su padre y su tío le han dicho que puede quedarse si consigue un trabajo digno de él antes del viernes—. Augusto puso tres cucharadas de azúcar en su té y lo revolvió con la cuchara.

—¡Antes del viernes!

—Sí, ¿qué día es hoy?

—Miércoles.

—Bueno, ahora entiendes por qué está tan desesperado.

—Lo que no entiendo es por qué no recurre a su padre. Él podría procurarle cualquier trabajo en alguna de las oficinas del gobierno.

—Su padre no lo apoya en esto. Lo ha librado a sus propios recursos.

—¿Y sus recursos somos nosotros?

—Así parece— asintió Augusto, tomando un sorbo de su té.

—¿Y qué piensas?

Augusto se encogió de hombros:

—Siempre ha sido bastante manipulador, pero su angustia era sincera. Tal vez deberías darle una oportunidad.

—Ni siquiera tiene preparación para el trabajo, Gus— protestó ella.

—Está dispuesto a ponerse a estudiar, incluso a oficiar de chico de los mandados. Quizás le encuentres utilidad. Puedes ponerlo a hacer trámites burocráticos y esas cosas, seguro que es bueno para eso.

Juliana suspiró, poco convencida.

—No lo sé, Gus…

—Déjalo probar por un tiempo, por lo menos hasta que su tío y su padre lo dejen en paz.

—De acuerdo, pero sinceramente, cuando pruebe el trabajo en la facultad, creo que decidirá salir corriendo a Praga.

—Gracias, mamá. En verdad aprecio que lo ayudes.

—¿Cómo consiguió esta dirección?

—Su padre nos rastreó.

—¿Crees que haya algo más detrás de todo esto?

—No, mamá. Sé que tú y papá son muy paranoicos por las experiencias que han tenido y no los culpo, pero creo que ya es hora de superar todo eso: Hermes ya no está tras ustedes.

—¿Quieres galletas con tu té?— preguntó ella. No quería hablar de ese asunto con su hijo.

—Eso estaría bien— sonrió Augusto, aceptando el cambio de tema.

Ella abrió un paquete de galletas y lo vació en un plato, poniéndolo luego sobre la mesa. Augusto tomó una galleta, la inspeccionó por un momento, pensativo, y la apoyó sobre la mesa, a unos cincuenta centímetros de su mano. Luego, comenzó a mirarla con gran concentración. Al cabo de unos treinta segundos, la galleta se deslizó por la mesa hasta su mano.

—¡Gus!— exclamó su madre, que había observado todo el proceso—. ¿Cómo es posible que haya funcionado?— cuestionó, embelesada.




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