El Sello de Poder - Libro 5 de la Saga de Lug

TERCERA PARTE: Liam - CAPÍTULO 29

El hermano Esteban estaba podando los rosales cuando vio llegar la enorme limusina negra, deslizándose silenciosa por entre la arbolada entrada del complejo. Inmediatamente, levantó la vista con curiosidad. Vio que un chofer uniformado se bajaba y abría la puerta trasera derecha del alargado vehículo. De adentro, bajaron dos hombres. Ambos con trajes negros: uno más bajo de cabello pelirrojo y el otro más alto, flaco, de cabello totalmente blanco y ojos azules fríos y penetrantes.

Fue el pelirrojo el que se acercó a él y le dijo:

—Avise al encargado del complejo que hemos llegado.

Fue una orden.

—¿A quién debo anunciar?— preguntó el hermano Esteban.

—Brod MacNeal— dijo el pelirrojo.

El hermano Esteban desvió la mirada hacia el otro hombre, pero MacNeal no lo presentó, así que solo hizo una inclinación de cabeza y un gesto con la mano para que lo siguieran. Los tres caminaron por las largas galerías internas del edificio principal del complejo de los hermanos del Divino Orden, hasta que llegaron a la oficina del hermano Iván. El hermano Esteban golpeó la puerta y fue admitido. Un momento después, volvió a salir e hizo pasar a los dos visitantes.

—¿En qué puedo ayudarlos, caballeros?— dijo el hermano Iván con fingida afabilidad.

—Buscamos al custodio de Miguel Cosantor— dijo MacNeal.

—Lo siento, no puedo dar información privada a desconocidos— se escudó el hermano Iván.

—Give him the letter— le murmuró el otro hombre a MacNeal desde atrás.

MacNeal extrajo un sobre lacrado del interior de su saco y lo puso sobre el escritorio. El hermano Iván frunció el ceño y levantó el sobre. Cuando vio el símbolo del lacre, abrió los ojos como platos. El hermano Sebastián siempre había temido este día, suerte para él que no había vivido para presenciarlo.

—Se… Señores…— tartamudeó el monje.

—Ábralo— le indicó MacNeal.

—No… no, no es necesario. Me pongo a sus órdenes.

—Bien. ¿Es usted el custodio?

—No, ese era el hermano Sebastián, pero murió hace unos años— explicó el hermano Iván.

—¿Usted es el heredero del cargo, entonces?

—Bueno, no, sí, podría decirse, sí— balbuceó el otro.

—¿Podría decirse? ¿A qué se refiere?

—Bueno, verán, caballeros… hubo un inconveniente…

—¡Hable claro de una vez! ¿Es usted el custodio actual o no?

—El interno Miguel Cosantor desapareció durante una salida de estudios. Esto ocurrió cuando el hermano Sebastián estaba a cargo. Cuando yo asumí, bueno, ya no había interno que custodiar… así que…

MacNeal resopló, impaciente. Sabía perfectamente que Miguel Cosantor no estaba en el complejo desde hacía años, eso no era lo que le interesaba. Ellos habían venido por otra cosa.

—No hemos venido aquí para tratar el tema de su ineptitud para con la custodia de Cosantor, hermano, es un poco tarde para eso— le aclaró MacNeal.

—¿Entonces?

—Estamos aquí para llevarnos el objeto que vino con él— respondió el escocés.

El hermano Iván palideció.

—Señores, mis órdenes fueron…

—Sus órdenes han sido cambiadas, hermano— lo cortó MacNeal—. Debido a su incompetencia en todo este asunto, la Hermandad se hará cargo de ahora en más.

El monje tragó saliva y asintió sin decir palabra:

—Será mejor que me acompañen, entonces— dijo luego con la voz temblorosa. Abrió un cajón de su escritorio, sacó una llave de hierro y una linterna a pilas.

El hermano Iván los guió por el interior del complejo hasta una salida trasera. Luego, los tres se internaron en el extenso bosque, hacia el oeste. Caminaron entre los árboles por casi media hora.

—¿Falta mucho?— preguntó MacNeal.

—No, ya estamos cerca, es por aquí— indicó un sendero a la derecha el hermano.

Después de unos minutos de avanzar por el sendero invadido de raíces y matas de helechos, llegaron a un lugar marcado por tres troncos caídos que formaban un triángulo. A simple vista, parecía como si los troncos hubiesen quedado en esa posición de forma natural, pero eso era solo una ilusión. El hermano Iván rodeó los troncos y se agachó para limpiar la hojarasca largamente acumulada en el suelo en uno de los vértices del triángulo.

—Es aquí— anunció.

Los otros dos se acercaron y vieron que el monje había descubierto una tapa de madera en el suelo.

—Hace mucho que no se abre, así que tal vez necesite una mano— pidió el hermano Iván, señalando una hendidura en la madera.

MacNeal se acercó a ayudarlo. Entre los dos, levantaron la pesada tapa con cierta dificultad, mientras el inglés solo observaba impasible desde atrás. Al asomarse al hueco, MacNeal vio los escalones mohosos que llevaban a un recinto oculto subterráneo. El monje encendió la linterna y comenzó a bajar con cuidado. Los otros dos lo siguieron, internándose en un oscuro y estrecho túnel. Después de unos metros, llegaron a una puerta de hierro. El hermano Iván le entregó la linterna a MacNeal, indicándole con un gesto que iluminara la cerradura, luego sacó la llave de su túnica y estuvo un buen rato peleando con la oxidada cerradura. Finalmente, se escuchó el sonido del engranaje, corriéndose para liberar la puerta. El monje se apoyó con todo el cuerpo y empujó la puerta hacia adentro, que se abrió con un grave crujido.




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