El Sello de Poder - Libro 5 de la Saga de Lug

QUINTA PARTE: Juliana - CAPÍTULO 51

 —Te agradezco que me hagas este favor, Liam— le dijo Juliana, recibiéndolo en su oficina.

—No hay problema. ¿Pasó algo? ¿Gus?

—No, querido, esto no tiene que ver con Gus. Mi esposo Luigi me llamó y necesita mi ayuda.

—¿Él está bien?— preguntó Liam con el rostro preocupado.

—Más que bien, en realidad— sonrió ella—. Hizo un gran descubrimiento hoy en un proyecto en el que hemos estado trabajando por mucho tiempo. Creo que estamos a punto de resolverlo. Necesito encontrarme con él en la próxima media hora.

—¿De qué se trata?

—Algo importante. No puedo darte los detalles, Liam, lo siento.

—Entiendo.

—Aquí tienes la agenda de los temas de la reunión de hoy. Es lo de siempre, nada que no puedas manejar.

Liam asintió y tomó los papeles que ella le daba.

—Gracias de nuevo por hacer esto— le dio un beso en la frente.

—Es un placer poder ser de ayuda, señora Cerbara.

—Te veré luego.

—Por supuesto— sonrió él.

Ella tomó su cartera y partió a toda velocidad. Él se quedó allí parado, pensando. Apoyó los papeles de la reunión sobre el escritorio y sacó su teléfono móvil del bolsillo. Abrió los contactos y enseguida encontró el que buscaba. Cuando estaba a punto de activarlo para llamar, se detuvo. Apretó los dientes. ¿Por qué todo era tan difícil para él? ¿Por qué no podía ser un maldito desalmado, frío como el hielo, como el resto de su familia? Se sentó en una silla, con el teléfono aun en la mano, tratando de decidir a quién iba a traicionar…

Con el rostro feliz y muchas mariposas de excitación en el estómago, Juliana manejó hasta su casa. Estacionó el coche un momento en la calle, frente a su casa y bajó con paso rápido, sacando la llave de la puerta de su cartera. Al llegar a la puerta, notó que estaba sin llave. No se preocupó demasiado por el asunto, pues pensó que había sido un descuido de Liam. Entró y vio también que la alarma de la casa estaba desconectada. No tuvo mucho tiempo más para elucubrar, pues al entrar en la sala de estar, enseguida lo vio.

Las mariposas de su estómago se transformaron al instante en mariposas de ansiedad y luego de terror largamente reprimido. Él estaba sentado cómodamente en su sofá, de traje azul y corbata negra, su atuendo favorito, el que le daba ese aspecto de respetabilidad que tan importante era para él proyectar. Estaba exactamente igual que como lo recordaba, excepto por el pelo, que mostraba ahora una multitud de canas mezcladas con las hebras negras del cabello de su juventud. Detrás del sofá, parados haciendo guardia, estaban dos de sus gorilas, seguramente armados.

Juliana comenzó a sentir las náuseas subiendo hasta su garganta. Flashes del horror vivido a manos de él llegaron a su mente sin que ella pudiera evitarlo. Luego de un largo momento, logró dominar su terror, reemplazándolo con una profunda y negra ira.

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo me encontraste?— le gritó.

—No perdamos el tiempo con preguntas retóricas— le respondió él con total calma—. No pensarás que me tomé el trabajo de venir hasta aquí por alguna trivialidad sentimental, ¿o sí?

—¡Lárgate de mi casa ahora mismo!

—Tranquilízate, no he venido a hacerte daño, he venido a ayudarte.

—Tu cinismo es detestable. Nada de lo que digas me convencerá de tus supuestas buenas intenciones. Ya hemos pasado por esto muchas veces, ¿crees que soy tan estúpida como para no haber aprendido ya sobre tus descaradas manipulaciones? ¿Crees que voy a caer de nuevo?

—Juli, querida, ya caíste de nuevo, caíste muy hondo y ni siquiera lo has notado, por eso estoy aquí, para advertirte.

—No te atrevas a llamarme “Juli” y mucho menos “querida”. Para ti soy la señora Cerbara y me tratarás con respeto.

—Como quieras— se encogió de hombros él—. Eso no cambia nada.

—Lo cambia todo— le gruñó ella.

—Estamos perdiendo el tiempo con cosas que no tienen que ver con tu situación actual. Si me dejas explicarte…

—No— lo cortó ella terminante—. No vas a envolverme en tus mentiras. No quiero escucharte, solo quiero que levantes tu trasero de ese sofá y te largues de mi casa.

—No me iré hasta que no oigas lo que tengo que decirte.

—¡Vete de mi casa YA o llamaré a la policía!— le gritó ella, sacando su teléfono de la cartera.

—¿Y qué vas a decirles? “Oficiales, mi padre, el ilustre embajador Ricardo Maer vino de visita a mi casa sin anunciarse previamente, por favor espósenlo y llévenselo”— imitó él la voz de ella con sarcasmo—. ¿Necesitas que te explique cuál será la reacción de la policía cuando me vean?

—¡Eres un maldito!

—Cinco minutos, es todo lo que pido. Cinco minutos y desapareceré de tu vida otra vez, lo juro.




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