El Sello de Poder - Libro 5 de la Saga de Lug

SEXTA PARTE: Lug - CAPÍTULO 75

Basil se pasó la mano por la frente para secarse la transpiración y tironeó la red hasta subirla a bordo del Serenidad. El sol de la mañana calentaba la cubierta, y una suave brisa hacía mover apenas el velamen de la enorme embarcación.

—¿Necesitas ayuda con eso, Basil?— le gritó uno de los otros marinos.

Basil estuvo a punto de responder que sí, cuando de pronto, vio algo que brillaba entre los peces, dentro de la red. De inmediato se dio cuenta de que había recogido algo valioso. Su codicia personal le advirtió enseguida que si sus compañeros venían a ayudarlo con la pesada red, tendría que compartir su tesoro.

—¡Estoy bien, gracias!— le respondió Basil a su compañero, haciéndole señas con la mano.

El otro se encogió de hombros y siguió trabajando sobre las velas.

Basil abrió la red y apartó de prisa los peces. Allí estaba, brillante, delicado y hermoso: un anillo de oro con una perla engarzada. Basil se lo metió rápidamente en un bolsillo y siguió trabajando en la pesca del día.

El resto de la mañana, se la pasó soñando despierto con el anillo, imaginando las cosas que podría comprar con el dinero obtenido por su venta: nuevas botas, sí, eso era lo primero. Y luego, un vestido para su mujer, eso la tendría contenta por unos meses y no se quejaría tanto de sus largas ausencias en el mar. ¿Y qué más? ¡Un caballo! ¡Oh, sí! No más arar la tierra a mano.

—¿Por qué sonríes tanto esta mañana?— lo sacó de su ensoñación Moreis.

—Por nada— respondió Basil un tanto nervioso.

—Estás raro.

—¿No tienes otra cosa que hacer que no sea molestarme en mi descanso?— le espetó Basil.

—Estás raro— le repitió Moreis, pero por suerte, se alejó a seguir con sus tareas en cubierta y lo dejó en paz.

Cuando Basil comprobó que estaba solo y que nadie lo veía, sacó el anillo de su bolsillo, lo frotó en su camisa y lo estudió, embelesado. Intentó probárselo, pero sus dedos toscos y callosos eran muy voluminosos para aquella delicada joya. Comenzó otra vez a especular cuánto podría valer aquella preciosidad, y de pronto, se dio cuenta de que no conocía a nadie lo suficientemente rico como para comprárselo, excepto lord Merkor, claro. Pero él solo se apropiaría del anillo sin darle un céntimo, pues Merkor era el dueño de la flota a la que pertenecía el Serenidad, y eso significaba que era el propietario no solo de los barcos, sino también de las tripulaciones y todas sus magras posesiones. No, lord Merkor no podía enterarse de lo del anillo, y tampoco ninguno de sus amigos nobles que lo delatarían con él. Pero entonces, ¿quién podría comprar aquel anillo y hacer realidad sus sueños? La sonrisa que había iluminado su rostro toda la mañana se apagó, y su buen humor se fue a pique, junto con todas sus ilusiones.

Al llegar al embarcadero y bajar finalmente a tierra, Moreis invitó a Basil a tomar unas cervezas en la taberna del puerto. Basil consideró rechazar la oferta, pero luego decidió acompañarlo. No estaba listo todavía para enfrentar a su esposa y decirle que tenían un tesoro pero que no podían valerse de él.

Mientras Moreis le hablaba de sus exageradas proezas con las mujeres del burdel, Basil solo asentía distraído, su mente estaba en otra cosa. Su mirada se vio de pronto atraída por un caballero que bajaba las destartaladas escaleras de las habitaciones que el tabernero alquilaba en la planta superior. Era un hombre de unos treinta años, cabello enrulado y negro, vestía una túnica marrón oscuro y una capa negra con los bordes bordados en oro, unida en su pecho por un broche también de oro con una esmeralda incrustada. El hombre se sentó en una mesa y comenzó a escudriñar a todos los presentes, como estudiándolos. Basil se preguntó qué hacía un rico caballero como aquél hospedándose en este lugar de mala muerte. Y luego se dio cuenta que eso era lo que menos importaba: aquel desconocido podía ser un comprador potencial para su anillo, siempre y cuando no estuviera ligado a Merkor. Basil apuró el resto de su cerveza, y dejando a Moreis en medio de una oración, se levantó y fue hasta el mostrador:

—Otra, por favor— pidió, apoyando su jarro vacío en el mostrador.

Jarris, el tabernero, le llenó el jarro enseguida.

—Dime Jarris— comenzó Basil—, ¿quién es ese ricachón que bajó recién? Nunca lo había visto por aquí.

—Nadie lo había visto nunca por aquí— respondió Jarris—. Apareció de la nada esta mañana. Pagó una exorbitancia por usar una de mis habitaciones.

—¿Por qué? ¿Qué busca en el puerto?

—Dijo ser un comerciante de joyas.

—¿Joyas?— se interesó Basil.

—Sí. Anda indagando sobre algún barco que se dedique a buscar perlas.

—¿Perlas?— se interesó Basil aun más.




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