El Sello de Poder - Libro 5 de la Saga de Lug

SEXTA PARTE: Lug - CAPÍTULO 85

Liam se ajustó la túnica y se acomodó la máscara. Suspiró con resignación y golpeó la puerta tres veces. El Maestre abrió desde adentro y lo invitó a pasar con un gesto de la mano. Liam vio a los nueve sin rostro, todos enmascarados, todos sin identidad propia en este lugar sagrado: el recinto principal del Purgatorio. Estaban de rodillas formando un semicírculo, mirando hacia el centro, cada uno con una vela encendida en sus manos juntas al frente. De sus labios, salía un monótono canto repetitivo e ininteligible en un idioma arcano en el cual de vez en cuando se distinguía el nombre Meldek. El Maestre tomó su lugar junto a los nueve, retomando el mantra que había interrumpido brevemente para abrir la puerta a Liam.

Se le encogió el corazón al verlo. Allí estaba, en el centro mismo del recinto, observado en adoración por los nueve que invocaban su perdición una y otra vez en su canto. Estaba de pie, descalzo, los brazos abiertos en cruz, fijos en esa posición mediante grilletes con largas cadenas sujetas a argollas amuradas a las paredes opuestas de la oscura habitación subterránea. Su torso estaba desnudo, su espalda expuesta, mostrando la Marca del Sello para ser venerada por los nueve que formaban un semicírculo a sus espaldas. Le habían puesto una bolsa de tela negra en la cabeza. Liam sabía que no era para impedir que él viera donde estaba o que reconociera a los que tramaban su destrucción, puesto que la habitación era oscura y sin adornos reconocibles, y los nueve estaban todos enmascarados y en una posición en la que él no podía verlos de todas formas. No, la bolsa en la cabeza era para deshumanizarlo, para impedir que fuera reconocido como una persona de carne y hueso, como un ser igual a ellos, a quien estaban torturando sin provocación. La bolsa negra era para evitar cualquier tipo de empatía con la víctima, para justificar lo injustificable, para no ver que lo que estaban haciendo era una aberración.

El Maestre levantó la cabeza hacia Liam, como reprendiéndolo por no seguir los pasos de la ceremonia. Liam entendió el mensaje silencioso de su mirada y avanzó con paso vacilante hacia el Marcado. Hizo una genuflexión, como se hace en las iglesias ante el crucificado, y al levantarse, acercó su rostro a la Marca, apoyando sus labios en la piel de la víctima. El cuerpo del Marcado se estremeció ante el contacto de aquel beso de traición, el beso de Judas, como si supiera, como si hubiera reconocido en Liam al artífice de su sacrificio. Hubo una lágrima que escapó y rodó por el rostro de Liam, afortunadamente oculta por la máscara que llevaba.

Después de besar el Sello sagrado, Liam tomó su lugar, arrodillándose junto al Maestre, el décimo enmascarado que completaba el Círculo de Praga, y se unió al canto. La constante repetición lo hizo entrar en el trance colectivo, volviéndolo insensible, irracional. En medio de un estado de sopor, apenas se dio cuenta de que el Maestre le alcanzaba una vela encendida. La tomó en sus manos, y el vaivén de la llama lo sumió más profundamente en el abismo de la nada, en el vacío mental necesario para el Rito de Preparación.

Después de un tiempo nebuloso e imposible de calcular, Liam volvió parcialmente del trance al escuchar el sonido agudo y prolongado de la campanada de inicio, tocada por el Maestre, que hizo cesar el canto. Entregó su vela a un miembro del Círculo que estaba a su izquierda y se puso de pie, avanzando hacia el Maestre, quien le entregó un cofre de madera con herrajes de plata y piedras preciosas incrustadas en la tapa.  Liam se agachó para pasar por debajo de la cadena que sostenía el brazo derecho del Marcado en tensión horizontal y se puso frente a él. Apoyó el cofre en el suelo, a medio metro de los pies de la víctima. Se levantó y acercó su mano a la cabeza de él, sacando la bolsa que lo encapuchaba. Liam vio que lo habían amordazado con un trozo de tela atado a su nuca. Eso no era muy común, pues los gritos de la víctima siempre eran bienvenidos en estos rituales. Supuso que en este caso, la mordaza no era para contener gritos, sino palabras. Los nueve temían lo que pudiera salir de la boca del Marcado.

La mirada del Marcado se cruzó por un momento con la de Liam. No había angustia ni súplicas en aquella mirada, el Marcado no era una víctima común. Tampoco había ira ni desafío, solo una calma extraña, serena, segura. Contra todo lo que cualquiera hubiera pensado, esa no era una calma de resignación, era la calma de la confianza en su propio poder. Por un momento, Liam pensó que la Hermandad se había metido con alguien a quien nunca podrían controlar, alguien que podría desbaratar todos sus nefastos planes. Pero al ver las cadenas y la mordaza, se dio cuenta de que probablemente era solo su imaginación que trataba de darle un último atisbo de esperanza.

Suspirando bajo su máscara, Liam se arrodilló ante el cofre y lo abrió, sacando una daga envuelta en un pañuelo blanco manchado con sangre seca. La desenvolvió y vio que la hoja también estaba manchada con sangre vieja. Aquella era la misma daga con la que su tío, el Maestre, lo había forzado a cortarse para recoger su sangre y usarla para rastrear a Augusto. Empresa que había resultado infructuosa. Su tío atribuía ese fracaso a que Liam le había mentido cuando le dijo que había dejado su sangre en la espada de su amigo. Ya no importaba, todo eso parecía tan lejano ahora… Liam se puso de pie con la daga en su mano derecha. Enseguida, uno de los nueve se acercó y se colocó a su izquierda, sosteniendo una patena de oro. Liam tomó aire para darse valor y se cortó el antebrazo izquierdo. La sangre que manó de la herida fue diligentemente recogida en la patena por su colega. Otro de los nueve se acercó y le vendó la herida. Liam volvió a envolver la daga y la colocó otra vez en su cofre. Acto seguido, comenzó la parte del ritual llamada Obstrucción de Poder.




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