El Sello de Poder - Libro 5 de la Saga de Lug

SEXTA PARTE: Lug - CAPÍTULO 96

Cuando llegaron a destino, ubicaron a Lug en un lugar que tenía un piso de piedra rugosa e invadida por resbaladizo musgo. Lo empujaron hacia abajo y le patearon las piernas por detrás, haciéndolo caer de rodillas. Dos manos sobre sus hombros lo mantuvieron en posición mientras comenzaban los cánticos en lenguas desconocidas, entonados por los nueve del Círculo de Praga.

La espera, allí de rodillas, encapuchado y amordazado, era peor agonía que el sacrificio mismo, porque por su mente no cesaban de pasar las imágenes de lo que Liam le había contado, y su imaginación le jugaba una muy mala pasada, haciéndole vivir el tormento venidero miles de veces antes de que realmente ocurriera. Trató de respirar hondo, de calmarse, sin éxito. No podía abstraerse, no podía pensar en otra cosa que en ahogamiento, desangramiento, despellejamiento y finalmente, una puñalada al corazón. Los siniestros cánticos invocando a Meldek y el suave crepitar del fuego que llegaba hasta sus oídos aumentaron su terror. Lug comenzó a temblar y sintió que las manos que sostenían sus hombros lo apretaban con más fuerza para que no colapsara.

Después de un tiempo, imposible saber cuánto, los cánticos cesaron. Le sacaron la capucha de la cabeza, y por fin pudo ver dónde estaba: eran unas ruinas antiguas medio devoradas por un oscuro bosque. En el cielo, la luna llena ayudaba a las antorchas, que estaban apostadas en círculo a su alrededor, a iluminar el lugar. Los enmascarados miembros de la Hermandad lo rodeaban, mirándolo fijamente: él era el centro de atención.

Los dos que le sostenían los hombros, lo tomaron de las axilas y lo obligaron a ponerse de pie. Le quitaron la mordaza y lo primero que Lug dijo fue:

—¿Dónde está Liam?

La respuesta fue una fuerte cachetada del Maestre que le gritó:

—Silence!

Dos de los presentes se acercaron a él, tomaron su túnica por dos extremos y la rasgaron bruscamente, arrojándola luego a una fogata que estaba a la derecha del círculo de antorchas. Los cánticos iniciaron de nuevo, y Lug fue llevado hasta una construcción de piedra rectangular llena de agua: la pila bautismal. Con las manos esposadas a la espalda, Lug fue arrojado a la pequeña piscina boca abajo. Luchó con alma y vida contra dieciocho manos que lo sostenían firmemente bajo el agua. Sintió los pulmones ardiendo, a punto de explotar, sintió que perdía el sentido, sus forcejeos espasmódicos se fueron debilitando hasta que solo flotó en el agua, inerte.

Lo sacaron del agua, le quitaron las esposas y le dieron respiración artificial hasta que reaccionó, tosiendo y expulsando agua por la boca y la nariz. Sin darle tiempo a reponerse, arrastraron su cuerpo desnudo y chorreante por un sendero, hasta otra parte de las ruinas. Lo esposaron nuevamente, esta vez con las manos por el frente, y le levantaron los brazos, enganchando las esposas por encima de su cabeza a un gancho de hierro en una antiquísima columna que seguramente había sido el sostén de algún templo pagano inmemorial. Lug todavía estaba tosiendo y tratando de normalizar su respiración cuando le cortaron las muñecas. Dio un grito desgarrador, su cuerpo temblando, la sangre chorreando por sus brazos hacia abajo, bañando sus hombros, su pecho, sus piernas, tiñéndolo de un mortal rojo.

Comenzó a marearse, los oídos le zumbaban y sintió que se desvanecía. Antes de que perdiera la conciencia del todo, lo desengancharon de la columna, le sacaron las esposas y lo acostaron en el suelo. Le envolvieron las muñecas con vendas que ataron con fuerza para parar la hemorragia. Luego lo pusieron nuevamente de pie, pero Lug no podía sostenerse, no podía caminar, y por supuesto, no podía luchar. Lo cargaron entre cuatro hasta un lugar más adentro del bosque, un lugar iluminado por muchas más antorchas que el anterior. Aquí, las paredes derruidas de las ruinas parecían estar más intactas y se levantaban casi por dos metros en una estructura rectangular de unos diez metros de largo por cinco de ancho. El techo era inexistente, y en uno de los extremos del rectángulo, se levantaba un ancestral altar de piedra que había sobrevivido los embates del tiempo con bastante entereza. Daba la impresión de que el lugar era una antigua iglesia de algún tipo.

Pusieron a Lug boca abajo sobre el altar de piedra. Aunque débil, Lug trató de moverse hacia el borde, trató de dejarse caer al piso, cualquier cosa para dilatar la siguiente parte del ritual, pero antes de que pudiera lograr su cometido, sintió un pinchazo en el cuello, y luego una sensación ardiente cuando el líquido de la jeringa comenzó a esparcirse por sus venas, invadiendo su torrente sanguíneo. No tardó en sentir la rigidez que comenzó a apoderarse de su cuerpo. La cabeza le había quedado girada hacia los murmurantes miembros de la Hermandad y sus antorchas. Aunque no podía moverse, estaba completamente consciente: podía verlo todo, oírlo todo, sentirlo todo. Fue entonces que por fin lo vio. Allí estaba, con una túnica blanca bordada en oro. Un cinto negro con incrustaciones también de oro y piedras preciosas en su cintura sostenía una daga envainada. Tenía la mirada perdida, al frente, como si su cuerpo estuviera allí, pero su mente hubiera viajado a miles de kilómetros del bosque, dejando solo una cáscara vacía, lista para ser usada a discreción del Maestre: Liam.




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