El Sello de Poder - Libro 5 de la Saga de Lug

SÉPTIMA PARTE: Otra vez Liam - CAPÍTULO 114

Polansky limpió la condensación que empañaba el vidrio de la ventanilla con la manga de su suéter, y observó el helado paisaje ruso desde su asiento en el tren transiberiano. Consideró por enésima vez si había sido buena idea embarcarse en este viaje a Siberia en pleno enero. Suspiró y decidió que no tenía caso seguir cuestionando el asunto cuando solo faltaban unos kilómetros más para llegar a Irkoutsk. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, adormeciéndose con el movimiento rítmico del tren.

Seis meses atrás, había hecho ciertos descubrimientos muy interesantes sobre un trozo de madera roja, que había llegado hasta él de la mano del misterioso Augusto Cerbara. De inmediato, se puso en contacto con el muchacho, quien lo visitó ansioso en su laboratorio. Cuando Polansky le reveló que el elemento que emitía las ondas inhibitorias que Augusto le había encargado investigar era la luna, el joven no pareció impresionado ni sorprendido. Lo que es más, era como si ya lo hubiese sabido, lo cual decepcionó mucho a Polansky. Pero cuando el científico le dijo que había descubierto un lugar en el planeta donde la luna parecía no tener influencia, Augusto se mostró más que interesado. Polansky aprovechó la situación para vender muy cara su información: quería la historia completa sobre el madero, sobre la hebra de cabello rubio y sobre todos los demás secretos de la familia Cerbara. El doctor pensó que el hijo de Juliana se negaría de plano, pero para su sorpresa, el chico solo le sonrió y le dijo que aceptaba el trato. Lo que siguió después de eso fue el relato de una historia fantástica y descabellada, que Augusto relató con toda seriedad. Polansky no sabía si podía creer algo de lo que el otro le había contado, pero como el muchacho había cumplido con su parte del trato, él tuvo que darle el nombre del misterioso lugar donde las mareas provocadas por la luna no afectaban las aguas: el lago Baikal, en Siberia.

Y ahora, una semana atrás, después de seis meses de seguir con su vida normal en la universidad, había recibido una carta de Augusto:

Estimado doctor Polansky:

Quiero mostrarle algo que creo que le interesará mucho: la prueba de lo que todo lo que le conté es verdad.

Espero verlo pronto. Recuerde que, como siempre, este asunto es estrictamente confidencial.

Augusto M. Cerbara

Junto con la carta, venía un pasaje de avión a Moscú a su nombre y otro pasaje en el tren transiberiano hasta Irkoutsk, ciudad que se encuentra a una hora de las orillas del lado sur del enorme lago Baikal. Lo primero que se le cruzó por la mente a Polansky al leer la carta fue que todo era una locura. ¿Viajar a Siberia en pleno invierno? ¿Qué estaba pensando ese muchacho delirante? No, no podía hacerlo. Además, tenía responsabilidades en la universidad, cosas que atender… Pero algo en esa carta lo tentaba más allá de todas las excusas que pudiera inventar para negarse al viaje: la palabra “prueba”. Polansky era un científico, y como tal, la prueba de la verdad que le ofrecía Augusto era demasiado atrayente. La idea de comprobar por sí mismo que lo que el muchacho le había explicado sobre cómo funcionaba el mundo era verdad lo sedujo irresistiblemente. Así que aquí estaba, a bordo de un tren legendario, atravesando la gélida Siberia, por la promesa de pruebas fehacientes de la verdad de una historia fantástica e increíble.

  Los altavoces del tren anunciaron el próximo destino en ruso. Polansky no entendió una sola palabra, pero reconoció “Irkoutsk”, escrito con caracteres rusos y más abajo con letras latinas, en la pantalla electrónica de anuncios. Tomó el grueso abrigo que descansaba a su lado en el asiento y se lo puso. Se colocó los guantes de piel, se puso de pie y bajó su maleta del portaequipajes. Unos minutos después, el tren se detuvo en la desierta estación y Polansky bajó del vagón. El aire frío del andén lo caló hasta los huesos. Buscó rápidamente un gorro de lana que llevaba en el bolsillo de su abrigo y se lo puso. Miró a ambos lados de la plataforma: no había nadie. El tren estuvo detenido allí por unos segundos más, y luego reinició su viaje. Polansky se apresuró a meterse en la sala de espera de la estación antes de terminar congelado a la intemperie.

La sala, aunque climatizada, estaba casi tan desierta como la plataforma. Los pocos empleados que la estación necesitaba en esta época del año se movían con desgano, indiferentes a la presencia del único pasajero sentado en uno de los bancos. Polansky observó el lugar, esperando ver aparecer a Augusto, que había prometido venir a su encuentro, pero el muchacho no estaba por ninguna parte. Resignado, suspiró y se dispuso a esperar. Pensó que no le vendría mal un café caliente, pero la cafetería estaba cerrada, como también lo estaban todos los demás negocios de la estación. Maldijo nuevamente la idea de haber venido al Baikal en pleno invierno y cruzó los brazos para darse calor, acurrucándose en el banco.

Después de una media hora, cuando ya comenzaba a pensar que Augusto no aparecería, escuchó su nombre gritado con entusiasmo:




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