El Sello del Renacer

Capítulo 1: El susurro de medianoche

La noche invernal respiraba expectación. Faltaban apenas unos días para Navidad, y el viejo Elgin se recogía entre las colinas, parpadeando con luces dispersas en ventanas heladas. El aire del atardecer arrastraba un aroma áspero de clavo y cáscaras de mandarina.

En una de las casas, rodeado de pósters desvaídos de criaturas escocesas, estaba sentado Andrew Cameron, de doce años. Delgado, con el cabello oscuro y rebelde, y un arañazo bajo el ojo izquierdo: el último recuerdo de una cacería fallida tras una lechuza.

Como siempre, el lápiz trazaba las líneas de un nuevo héroe, pero aquella noche los trazos parecían desmoronarse, negándose a reunirse en una forma reconocible.

Pasó el dedo por el borde del papel. Aquel dibujo estaba pensado como regalo de Navidad. Su padre rara vez comentaba sus bocetos, pero a veces se detenía a mirarlos, sobre todo los que mostraban guardianes y bosques. Andrew quería ofrecerle algo que las palabras no sabían decir.

—Mamá, ¿recuerdas aquellos árboles con caras en la corteza? —preguntó sin levantar la vista.

—¡Cómo olvidarlos! —respondió Heather desde la cocina, por encima del tintinear de las ollas—. Casi te despeñas mirando aquel roble torcido. Luego me pasé media tarde limpiando tus pantalones.

—Pero me dio tiempo a dibujarlo —sonrió Andrew.

Aquella noche, el guardián élfico adquiría los últimos detalles: un puñal de bordes tallados, una capa hecha de niebla. Pero en cuanto el lápiz rozó el papel, algo crujió en su muñeca. Los dedos se abrieron, y aun así el lápiz siguió moviéndose solo, dibujando no a un elfo, sino la silueta de un ave desconocida. A su alrededor se alzaban barrotes de hielo negro. El ave golpeaba la jaula y, con cada impacto, una vibración punzante recorría la piel de Andrew. Dio un traspié.

En el dibujo se espesó una sombra. De ella emergió una mano enguantada, con un brillo violáceo. Los dedos tocaron los barrotes; la criatura se aquietó al instante. Un frío cortante atravesó el pecho de Andrew, dejando dentro una huella ardiente.

La goma pasó por el papel sin efecto alguno.

El dibujo se completó por sí solo.
La mirada del ave se aferró a Andrew, volviéndose más pesada a cada segundo.

—¡La cena se enfría! —llamó Heather.

Andrew salió disparado hacia la puerta.

—¡Mamá! —gritó—. ¡Ven aquí! ¡Rápido!

En el umbral apareció un mechón de cabello claro. Heather se incorporó, secándose las manos en el delantal.

—¿Qué ocurre? —la inquietud asomó en su voz.

—Mira… —Andrew señaló el papel.

Ella se inclinó despacio sobre la mesa.

—Cariño, es solo un elfo. Muy bonito, por cierto.

Andrew bajó la mirada.

—Pero aquí había… plumas… —murmuró apenas audible.

Heather exhaló. En su rostro apareció aquella preocupación conocida, la misma que surgía siempre que él hablaba de sus “visiones”.

—Necesitas descansar. Baja a la mesa.

El elfo del dibujo miraba a lo lejos, burlándose de él con su normalidad. Todo —el regalo, la historia— había perdido sentido. Andrew se dio la vuelta y bajó casi corriendo las escaleras.

Desde la cocina llegaban el golpe seco del cuchillo sobre la tabla y el suave roce del delantal, mezclados con el aroma del comino. Su padre colocaba los platos, y su madre tarareaba una vieja melodía que siempre acompañaba los preparativos festivos.

Andrew se sentó a la mesa. Los sonidos cotidianos no lograban encajar en una melodía reconocible.

—Tienes mala cara —observó su madre—. ¿Todo bien?

Intentó decir algo, pero las palabras se le atascaron. ¿Cómo explicar aquello que apenas lograba retener en la memoria? El pensamiento le punzó más hondo de lo que esperaba.

—Todo bien —respondió en voz baja.

—Mañana iremos a ver a tu tío Victor —dijo Logan tras una pausa—. Creo que a ti y a Veronica os vendrá bien cambiar de aires.

—Lo dudo —esbozó Andrew una sonrisa torcida—. Desde que cumplió trece años, para ella no existo.

Recordó aquella tarde en que él y Veronica cazaban sombras en el desván. Ella llevaba dos trenzas torcidas, las rodillas siempre raspadas y una linterna “mágica” en la mano, con la que barría la oscuridad mientras susurraba:

—Más despacio, Lápiz, las espantarás.

Andrew se sentaba a su lado y dibujaba en el cuaderno el mapa de su reino inventado. Ahora ella apenas miraba sus dibujos antes de volver al teléfono.

Los padres se miraron.

—¿Sabes? —dijo su padre, apartando el plato con lentitud—. Tu abuelo George me contó algo una vez. Hace tiempo que quería transmitírtelo, pero esperaba el momento adecuado. Parece que ha llegado.

Logan Cameron rara vez miraba hacia el pasado. En su voz siempre había la seguridad de alguien para quien un martillo y unos clavos resultaban más claros que cualquier filosofía. Alto, de manos fuertes, más propias de un carpintero que de un ingeniero, hablaba poco, pero incluso en silencio dejaba tras de sí la sensación de algo importante.

Andrew alzó la vista. Después del dibujo, esperaba alguna explicación, aunque sonara extraña.

—En lo profundo del bosque caledonio —comenzó Logan, en tono bajo, casi confidencial—, había un santuario olvidado. Decían que allí convergían fuerzas más antiguas que nuestros cuentos. Un día, dos magos se encontraron ante su umbral. Se creían enemigos; cada uno había llegado con su propia idea del mundo.

Hizo una pausa, recordando no la historia, sino su propia conversación con su padre.

—Pero al enfrentarse, vieron que aquel a quien cada uno consideraba una amenaza era, en el fondo, otro ser humano. Comprendieron que el poder que poseían solo podía destruirlos a ellos mismos.

Andrew escuchaba sin parpadear.

—Yo tenía más o menos tu edad —continuó Logan— cuando mi padre me dijo: a veces no tememos lo que vemos, sino lo que no entendemos.

Logan sonrió con sinceridad.

—Creo que quería enseñarme que el miedo no siempre es un enemigo. A veces es solo una señal de que hemos llegado a algo importante.




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