El Horizonte del Yermo se agrietaba, desmoronándose en un silencio absoluto.
Los finísimos hilos de plata que sostenían los límites del universo se rompían uno tras otro, y cada ruptura resonaba en el interior del vacío como un estallido sordo de dolor. Sobre el dibujo agonizante titilaban siluetas sin rostro, nacidas más allá de todo lo existente.
La sombra, compuesta de remolinos de ceniza, se distorsionó.
—Está cerca —susurró una voz que no necesitaba aire.
Otra figura, pesada y pétrea, sostenía una esfera en la palma de la mano. En su interior ardía un mundo surcado de cicatrices, sobre el que la oscuridad avanzaba lentamente. No hacía falta pronunciar su nombre: el propio Yermo lo conocía.
La Llama que ocupaba el lugar de la tercera figura osciló y se avivó:
—No se detendrá. Su hambre no conoce límites.
El silencio se volvió más denso. Incluso el Yermo, donde nada vive, parecía en guardia.
La figura de piedra finalmente abrió los dedos. En su palma brillaba una gota de esencia pura y primigenia, dorada y oscura al mismo tiempo.
Todos sabían que su aparición alteraba el curso de las cosas. Las figuras no discutieron ni objetaron. Observaron cómo la gota se elevaba sobre el Horizonte, ondulando con una luz sutil.
Se precipitó hacia abajo, atravesando grietas y fracturas del espacio. El frío del cosmos dio paso a nubes invernales, y al instante siguiente perforó el techo de una casa antigua en un pequeño pueblo escocés, donde el aire olía a pino y a manzanas asadas.
Allí, donde los mundos apenas se rozan, un niño llamado Andrew se estremeció.
El lápiz se partió en su mano.
El ave que había dibujado dentro de una jaula de hielo negro, de pronto… parpadeó.