La mañana fue abrupta. Andrew ya deambulaba por la habitación cuando el primer rayo de sol logró filtrarse por las rendijas de las cortinas. Se detuvo, pero no sintió calor alguno: solo el mismo peso nocturno, asentado profundamente bajo las costillas. Incluso ahora, a plena luz del día, tenía la sensación de que a su espalda seguía cerrándose un anillo frío de sombras.
—¡Andrew, ¿cuántas veces hay que llamarte?! ¡Ya nos vamos! —gritó Heather.
Se puso el jersey, metió en la mochila la tableta y el cuaderno de dibujo. Durante un segundo se quedó mirando un pequeño paquete navideño. Dudó, y finalmente lo guardó también. Ositos de gominola con sabor a lima: un regalo extraño. Ella no los soportaba. Pero en ese momento aquella tontería le pareció el único puente hacia la antigua Veronica, la que todavía sabía reírse con él.
Su mirada cayó en el dibujo de la noche anterior. En la hoja seguía estando el elfo. Las líneas eran firmes y tranquilas, demasiado firmes para lo que había vivido. Andrew lo observaba sin poder librarse de la sensación de que alguien había borrado la esencia misma de lo ocurrido, dejando solo una envoltura segura, inofensiva.
—¡Estamos saliendo! —gritó su padre.
Se colgó la mochila con desgana y bajó arrastrando los pies.
El coche avanzaba veloz por la carretera serpenteante entre colinas blancas. Tras las ventanillas desfilaban casas envueltas en guirnaldas, y en los cristales brillaban árboles de Navidad engalanados: el mundo entero era luz y tintineo. Y aun así, él no conseguía desprenderse de la sensación de la noche anterior, demasiado honda, demasiado errónea. Con cada minuto tenía la impresión de que estaba a punto de regresar… y que no lo haría sola.
Andrew apoyó la frente en el cristal; la fiesta al otro lado se convirtió en una mancha borrosa. Quiso apartarse cuando, a lo lejos, algo relució: una línea irregular, congelada. Agua. Un lago.
Se incorporó.
—Papá, ¿podemos parar? —preguntó, mirando la superficie helada.
Logan asintió y giró el volante con suavidad, levantando un torbellino de nieve polvo. El coche redujo la velocidad y se detuvo junto a un sendero antiguo. Allí la nieve se acumulaba con más espesor, y el viento arrastraba por el hielo diminutas agujas.
—Solo un momento —dijo su padre, apagando el motor.
Andrew abrió la puerta, dejando entrar el aire helado.
—No contéis conmigo para bajar —dijo Heather con pereza, sin abrir los ojos.
El lago se extendía más allá del borde de los abetos: gris, cubierto por una capa fina de hielo surcada de grietas. Todo en él era silencioso, incluso los reflejos. Andrew sacó el cuaderno, y la mano comenzó a moverse por sí sola, respondiendo al dibujo de la luz, las líneas y las piedras bajo el agua inmóvil. El mundo se redujo a una hoja de papel y al frágil grafito.
Logan salió para estirar la espalda y respirar hondo.
—Papá —dijo Andrew, sin apartarse del dibujo—, el abuelo decía que estos bosques eran especiales. ¿Es verdad?
Logan esbozó una sonrisa y se acercó.
—Escocia sabe sorprender, hijo.
En ese mismo instante, el aire se contrajo. El hielo gimió y se resquebrajó. Una ráfaga de viento golpeó el hombro de Andrew; fue la última sensación nítida. Los sonidos se distorsionaron y la vista se oscureció. Cuando el mundo volvió a recomponerse a partir de fragmentos, ante él ya se alzaba un roble de ramas extendidas. En la corteza emergía lentamente un dibujo: dos líneas que parecían alas alzadas. El signo no estaba tallado; brotaba desde el interior.
Andrew alargó la mano. Sus dedos siguieron el contorno de las alas, y la palma se llenó de calor.
—¡Andrew! —la voz de su padre sonó brusca, asustada.
Logan bajaba la loma, apartando la nieve. Tenía el rostro pálido y los ojos muy abiertos.
—¿Estás bien? ¿Qué ha pasado aquí?
Andrew se volvió despacio, como si regresara de un lugar muy lejano.
—Papá… —tragó saliva—. ¿Y si no es casualidad? ¿Y si todo es real?
Su padre miró alrededor.
—¿De qué hablas?
—Anoche pasó algo con el dibujo, y ahora este árbol… sabía que yo estaba aquí.
Logan dudó. En ese instante no miraba solo a Andrew: veía algo de lo que prefería no hablar.
—Estos lugares son antiguos, hijo —dijo tras una pausa—. Este tipo de cosas… se revelan cuando están listas.
Andrew asintió, pero por dentro todo se le cerró en un nudo.
Si ni siquiera su propio padre creía, ¿a quién podía contárselo?
Cuando regresaron, su madre ya los esperaba junto al coche, sujetando la puerta abierta.
—Vaya viento… hacía tiempo que no veía uno así. ¿Estáis bien?
Logan se quitó los guantes.
—Solo una ventisca fuerte.
En los ojos de Heather cruzó un destello de inquietud, que enseguida ocultó tras una sonrisa habitual. En la voz de Logan había una nota que ella no conocía.
El coche arrancó, dejando atrás un rastro centelleante sobre el hielo. El zumbido monótono del motor resultaba casi hipnótico. En la memoria de Andrew afloraron los relatos del abuelo sobre lugares donde los mundos se rozan. Luego, el desván del tío Victor, los códigos que él y Veronica inventaban en un viejo baúl, y aquella fe infantil en la magia que nadie había logrado arrebatarles.
Se sorprendió deseando contarle lo del signo en el árbol, escuchar cómo entrecerraba los ojos, soltaba algún comentario mordaz y, al final, preguntaba: «¿Y qué pasó después?».
Andrew cerró los ojos un instante, dejándose llevar por esos recuerdos. La voz de su padre lo sacó de su ensimismamiento:
—Mira. Calton Hill.
Al pasar junto a las columnas, Andrew se quedó inmóvil. Entre ellas algo se oscurecía. Entrecerró los ojos. Era una figura alta, inmóvil, envuelta en una capa oscura. La última luz del día se aferraba a sus contornos y se apagaba. No se distinguía el rostro, pero su presencia le recorrió la espalda con un escalofrío desagradable.