El Sello: El Despertar del Orden

Capítulo 3: La muerte ronda

Año 9.550 N.E.

Ciudad de Fara, Capital de Tempat Lahir (Epiro del Oeste)

En la imponente casa de Lord Nor Patmus, un influyente líder político, resonaba el angustioso grito de su esposa, Ameda. El sonido atravesaba las gruesas paredes, llegando hasta la esquina de la habitación donde un niño de apenas cuatro años, Alcorth, observaba con ojos muy abiertos, perplejo ante el dolor que afligía a su madre. La confusión se reflejaba en su mirada infantil, incapaz de comprender la causa de aquel sufrimiento. Una de las parteras se acercó con suavidad y lo guio hacia la puerta.

—Calma, pequeño, esto es normal. Ve a esperar afuera. Tu madre se pondrá bien, te lo prometo.

Mientras salía al pasillo, una mano firme se posó en su hombro. La voz profunda y serena de su padre lo envolvió.

—Hijo, debes ser fuerte y paciente. No tardará mucho.

—Papá... ¿le duele mucho? Tengo miedo de que... —la voz de Alcorth se quebró, sus pensamientos revelando una preocupación intensa para su corta edad.

—Tranquilo, Alcorth. Nada malo va a pasar —lo detuvo su padre, agachándose a su altura, su calma transmitiéndole un alivio momentáneo.

Alcorth se acercó a una ventana del corredor y observó el exterior. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un cambio abrupto en el cielo. De un momento a otro, las nubes se arremolinaron, oscureciendo el día y desatando una tormenta eléctrica repentina. Sus ojos se abrieron de par en par. Aunque estas tormentas súbitas siempre le provocaban ansiedad, esta vez sintió una extraña energía crepitar en el aire, algo que le infundía un temor diferente, desconocido.

Justo entonces, un relámpago cegador iluminó el cielo, y casi simultáneamente, desde la habitación llegó el primer llanto del recién nacido. La tensión se rompió. Sin embargo, cuando las enfermeras limpiaron el pequeño cuerpo ensangrentado, la alegría inicial se vio empañada. El bebé apenas se movía, su respiración era débil, casi inexistente. Los escáneres médicos no revelaban ninguna anomalía; sus parámetros eran perfectos, pero su vitalidad se desvanecía inexplicablemente.

Lord Nor entró y tomó al recién nacido en brazos. Una enfermera se le acercó, susurrando con urgencia:

—Mi Lord, está completamente sano, pero se está yendo. No entendemos qué ocurre. Los escáneres celulares indican perfección, pero su fuerza vital se escapa...

—Querido, ¿qué pasa? —preguntó Ameda con voz débil desde la cama.

—Tranquila, mi amor —respondió Nor, intentando infundir confianza, aunque un suspiro delató su preocupación—. Es un Patmus. Fuerte y luchador. —Acunó al bebé—. Mizarth, hijo mío, demuestra la fuerza de tus ancestros.

Sin percatarse de que Alcorth había vuelto a entrar sigilosamente en la habitación, atraído por el silencio tenso, Lord Nor continuó hablándole al bebé. En ese momento, Alcorth se acercó y, con un instinto puramente infantil, tomó la diminuta mano inerte de su hermano. En ese preciso instante, un trueno ensordecedor retumbó, pareciendo rasgar el cielo desde el noroeste hasta el sureste. El estruendo fue inmediatamente eclipsado por un llanto vigoroso y lleno de vida: el de Mizarth.

Alcorth, estremecido por la coincidencia o la conexión, se aferró a la pierna de su padre. Lord Nor se volvió, su rostro transformado por el alivio y la alegría.

—Hijo, tranquilo. Todo está bien —su voz estaba llena de orgullo—. Ven, quiero que conozcas a Mizarth Patmus. Tu hermano.

El niño de cuatro años volvió a tomar la manita de su hermano, que ahora se movía débilmente, y mirándolo fijamente, dijo con una seriedad impropia de su edad:

—Hermano, yo te cuidaré. Siempre. Nunca te dejaré solito.

Las palabras resonaron, dejando a los adultos asombrados por la precoz determinación del niño. Lord Nor se acercó a su esposa y depositó con cuidado al bebé en sus brazos. Ameda, llorando de alegría, lo abrazó.

—Ay, mi niño... no vuelvas a asustarme así. Tú y tu hermano sois lo más importante. Mis tesoros. No sé qué haría sin vosotros.

Lord Nor se acercó a la ventana, contemplando la tormenta que empezaba a amainar tan rápido como había llegado. "Esta es la tercera vez que veo este fenómeno...", pensó, "y la primera fue cuando...". Un escalofrío recorrió su espalda al evocar un recuerdo lejano y perturbador. Sus ojos se humedecieron levemente, pero la voz suave de Ameda lo trajo de vuelta.

—Yo también estoy pensando lo mismo, mi amor —dijo ella, compartiendo su inquietud.

La alegría llenaba la habitación, pero en la mente de los padres persistía la duda: ¿era la tormenta una simple coincidencia o un presagio?

Una enfermera tomó al niño para los chequeos finales. Todo parecía normal, salvo por una peculiaridad fascinante: sus ojos eran de un intenso color ocre, casi dorado, pero rodeados por un fino anillo blanco hielo. Funcionaban perfectamente. "Qué herencia tan extraña la de esta familia", murmuró la enfermera para sí, recordando los ojos rojizos oscuros de Alcorth. Más tarde, informó a los padres:

—Lord Patmus, su hijo está perfectamente sano. Y tiene unos ojos muy peculiares, tan únicos como los de Alcorth.

***

Ocho años después...

Los hermanos Patmus, Alcorth de doce años y Mizarth de ocho, llegaron a la plaza principal de Fara para encontrarse con algunos amigos. El sol de la tarde bañaba las piedras desgastadas. Antes de llegar al punto de encuentro, vieron a Manzann, uno de sus mejores amigos, encogido junto a la fuente, tratando de hacerse pequeño mientras un grupo de bravucones lo rodeaba.

—¡Lento! ¡Estúpido! ¡Ni siquiera sabes lanzar una bola, eres un bobo! —se burlaba el líder del grupo, empujando a Manzann, quien apenas podía mantenerse en pie y evitaba la mirada de todos. Los otros amigos de Manzann observaban desde la distancia, temerosos.

En ese momento, una voz resonó con furia contenida.

—¡Eh! ¡Dejadlo ya, abusones! —exigió Alcorth, dando un paso al frente, sus puños ya apretados.



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En el texto hay: ficcion, epico, evolución

Editado: 24.05.2025

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