Año 9.582 N.E.
Han pasado cinco años desde que los hermanos Patmus llegaron a entrenar con el maestro Sagga. Durante este tiempo, su transformación había sido asombrosa. Alcorth se había convertido en un maestro consumado de las armas blancas de más de cuarenta centímetros, capaz de blandir con destreza casi cualquier hoja que cayera en sus manos. Incluso había perfeccionado una técnica única y arriesgada: usar su imponente espada montante como un escudo improvisado, una maniobra que requería una fuerza y precisión increíbles para no herirse con el propio filo.
Mizarth, por otro lado, se había moldeado en un guerrero sombra, un experto en el arte del sigilo y la infiltración, capaz de moverse sin ser detectado. Su traje especial, ahora una segunda piel, contribuía a esta habilidad al refractar la luz, redirigir el sonido de su respiración y ocultar su rastro térmico. Había dominado las complejidades del ANIMAURI y del OBSIDEO IMPETUS, y junto a Sagga, había refinado una técnica que combinaba ambas, permitiéndole no solo extraer la energía vital, sino también imbuir sus ataques con una energía disruptiva que podía causar lesiones persistentes, dificultando la curación del oponente.
En una tarde soleada, en el claro trasero de la casa de Sagga, los hermanos practicaban con una intensidad feroz, siguiendo las complejas secuencias que su maestro les había asignado. Hacía dos semanas, Sagga les había indicado que enfocaran sus sesiones en el combate entre ellos, llevando sus habilidades al límite.
—Vamos, hermanito, sé que puedes dar más que eso —provocó Alcorth, su voz un jadeo entre el choque de acero y madera, mientras esquivaba un rápido golpe de tambô.
—¿Crees que podrás resistirlo? —respondió Mizarth con una sonrisa desafiante, sus movimientos fluidos y precisos.
Mizarth se lanzó contra Alcorth a gran velocidad, usando sus tambô de formas poco convencionales, no solo para golpear, sino para trabar y desviar. Alcorth se defendía con sus dos espadas cortas, buscando una apertura en la defensa de su hermano. La agilidad de Mizarth era impresionante; parecía anticipar cada movimiento. La pelea se intensificó cuando Alcorth cambió a su espada montante, sus golpes más amplios y poderosos, mientras Mizarth respondía con ataques estratégicos, buscando los puntos débiles.
—Estos muchachos... son verdaderos expertos en sus estilos —comentó Sagga para sí mismo, observándolos desde la sombra de un gran árbol, una mezcla de orgullo y melancolía en su mirada—. Solo queda la prueba final.
De repente, sin previo aviso, Sagga se unió al combate. Se movió con la velocidad de un fantasma, atacando a ambos hermanos simultáneamente. Alcorth y Mizarth, tomados por sorpresa, intentaron coordinar una defensa, pero Sagga paró sus ataques combinados con una facilidad que los dejó desconcertados, aunque notaron que no empleaba toda la fuerza destructiva que sabían que poseía. La pelea continuó, una vorágine de movimientos ágiles, fintas y contraataques. Sagga parecía estar en todas partes a la vez, probando sus reflejos, su resistencia, su capacidad de adaptación.
—¡Esto es traición, maestro! —jadeó Alcorth con una sonrisa tensa, lanzándose de nuevo al ataque.
Los hermanos redoblaron sus esfuerzos, intentando acorralar a Sagga. Alcorth descargó un poderoso golpe descendente con su montante, que Sagga desvió con uno de sus propios tambô, la madera crujiendo bajo el impacto. En ese instante de distracción, Mizarth se deslizó como una anguila y, con una precisión quirúrgica, clavó la punta de sus dagas (protegidas para el entrenamiento) en puntos de presión clave en el costado y el hombro de Sagga, donde la armadura de práctica ofrecía menos cobertura.
—No cometeremos el error de confiarnos dos veces, maestro —advirtió Mizarth, su voz calmada pero firme.
Lograron desequilibrar a Sagga y, en un movimiento coordinado, lo llevaron al suelo. Inmediatamente, se pusieron en posición defensiva, cubriéndose mutuamente, listos para cualquier contraataque.
Sagga, sin embargo, se puso de pie lentamente, una genuina sonrisa de aprobación en su rostro, aunque también una leve mueca de dolor real donde Mizarth lo había golpeado. Se frotaba el costado.
—Vaya... —murmuró, mirándolos con renovado respeto—. Han logrado derribarme. Y lo más importante, coordinaron sus ataques para vencerme. Me alegra ver que no me dieron oportunidad de recuperarme ni de usar mis trucos. Estoy... satisfecho. Muy satisfecho. Su potencial es... asombroso.
Minutos más tarde, estaban de vuelta en la casa, el ambiente relajado y festivo. Incluso Sagga se mostraba inusualmente complacido.
—Maestro, mañana podríamos ir al pueblo —sugirió Alcorth, levantando las cejas repetidamente con picardía—. Necesitamos celebrar esto adecuadamente. Y además... hay algunos amigos allí.
—Estoy de acuerdo con mi hermano, maestro. Merecemos una buena celebración —añadió Mizarth, sonriendo.
—Está bien, está bien —concedió Sagga con una sonrisa—. Mañana iremos al pueblo para una celebración adecuada. Se lo han ganado.
***
Al día siguiente, los tres se dirigían al pueblo. Alcorth caminaba con un aire de expectación; se reunirían con sus amigos y, especialmente, con Mirve, una joven del pueblo por la que Alcorth sentía algo especial desde que llegaron, aunque nunca se había atrevido a decírselo. Mizarth y Sagga disfrutaban molestándolo con ella.
—Ajá, mastodonte. ¿Al fin te vas a declarar o seguirás babeando en silencio? —preguntó Sagga, mirando de reojo a Alcorth.
Alcorth se sonrojó violentamente y bajó la cabeza. —No sé de qué habla...
—Sí, claro, cómo no. No sabes de qué habla el maestro —intervino Mizarth, riéndose de la reacción de su hermano.
—¡Cállate tú! —espetó Alcorth, recuperando algo de su aplomo—. ¡Que casi no puedes ni pisar el pueblo porque tienes a la mitad de los novios, esposos y hermanos esperándote en cada esquina para darte una paliza!
Editado: 24.05.2025