El Sello: El Despertar del Orden

Interludio: La Fragua de Cawdor

Año 9.592 N.E. - Ciudadela de Cawdor

El aire en la principal arena de entrenamiento de la Ciudadela de Cawdor era gélido, pero el cuerpo de Alcorth ardía. El sudor le empapaba el cabello oscuro y pegaba la sencilla túnica de entrenamiento a su espalda ancha y musculosa. Frente a él, el General Aedius se movía con una gracia y precisión que desmentían su corpulencia, su espada de práctica silbando al cortar el aire.

Llevaba casi tres años bajo la tutela directa de Aedius, y cada día era una prueba de resistencia, habilidad y, sobre todo, disciplina. Cawdor no era la Hermandad. Aquí, el entrenamiento era brutalmente eficiente, enfocado en la perfección marcial, en convertir a los reclutas en extensiones vivas de sus armas.

—¡Más rápido, Patmus! —rugió Aedius, su voz como un trueno, mientras desviaba un potente mandoble de Alcorth y respondía con una finta que casi lo alcanza—. ¡Tu fuerza es considerable, muchacho, pero un enemigo más ágil te usaría de saco de entrenamiento! ¡Mueve los pies! ¡Anticipa!

Alcorth gruñó por el esfuerzo, sus músculos gritando, pero no cedió. Recordaba las palabras de su padre, Lord Nor Patmus, antes de que tuvieran que separarse tras la tragedia en Kragi: "La fuerza sin control es solo brutalidad, hijo. La verdadera maestría reside en el equilibrio." Y luego, las de su madre, Lady Ameda, siempre más suave pero no menos firme: "Cuida de tu hermano, Alcorth. Y cuídate tú. Vuestro vínculo es vuestra mayor fortaleza."

Esas memorias eran un fuego constante en su interior. La imagen de su padre en coma, de su hermano Mizarth ciego pero con una nueva y extraña determinación... todo ello lo impulsaba. Había recibido escasas noticias de Mizarth a través de los canales seguros de la Hermandad que Aedius a veces le permitía usar. Sabía que su hermano estaba siendo sometido a un entrenamiento especial y secreto con Markethe, pero los detalles eran vagos. Se preguntaba a menudo cómo estaría, si su espíritu indomable seguía intacto a pesar de la oscuridad.

Aedius lo presionó de nuevo, una serie de ataques rápidos y precisos que Alcorth apenas pudo bloquear, usando su montante más como un escudo improvisado que como un arma ofensiva.

—¡Tu defensa con la hoja ancha es... heterodoxa, pero sorprendentemente efectiva! —concedió Aedius, retrocediendo un paso para darle un respiro—. Has mejorado, Alcorth. Tu instinto de combate es agudo, y has aprendido a canalizar esa furia tuya en algo más... enfocado. Pero aún te falta pulir la técnica, la fluidez entre la fuerza y la agilidad.

—Lo sé, General —respondió Alcorth, jadeando, pero irguiéndose con renovada determinación—. No lo decepcionaré. Ni a usted, ni a mi familia.

Aedius asintió, una rara expresión de aprobación suavizando sus duros rasgos. —Tu padre, Nor, fue uno de los mejores guerreros que he conocido. Un estratega brillante y un hombre de honor. Y tu madre, Ameda... una mujer de una fortaleza increíble. Tienes un gran legado que honrar, muchacho. Y también uno muy pesado que portar, considerando tu naturaleza.

Alcorth frunció el ceño ante la última frase. Aedius, al igual que Sagga, a veces hacía comentarios crípticos sobre su "naturaleza", sobre un poder latente que iba más allá de su considerable fuerza física. Nunca lo explicaba del todo, dejándolo con una sensación de inquietud, como si hubiera una parte de sí mismo que aún no comprendía, un eco de la furia primigenia que había sentido en Coatepec.

—Hablaremos de eso... cuando estés listo —dijo Aedius, como si leyera sus pensamientos—. Por ahora, concéntrate en el presente. La situación en el mundo se está volviendo más inestable. Los informes de la Hermandad sobre la actividad Nephilim son cada vez más alarmantes, y las maquinaciones de Neipoy y sus nuevos aliados no auguran nada bueno. Necesitarás cada gramo de habilidad y control que puedas obtener.

Señaló el centro de la arena. —Otra vez, Patmus. Y esta vez, quiero ver menos furia y más... danza. La danza de la guerra.

Alcorth asintió, su mandíbula apretada. Levantó su pesada espada, sintiendo el equilibrio familiar en sus manos. La imagen de su padre, de su madre, de Mizarth, de Mirve... todos ellos eran la razón por la que luchaba, por la que se sometía a esta forja implacable. No fallaría. No podía permitírselo. El camino por delante era incierto, pero su determinación era acero puro.



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En el texto hay: ficcion, epico, evolución

Editado: 29.05.2025

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