El calor del verano en la pequeña ciudad siempre llegaba con un aire de renovación y promesas. Los días se alargaban, la gente salía a las calles y las risas se mezclaban con el murmullo de las conversaciones y el tintineo de las campanas del quiosco. Roxy Joyce, con sus apenas quince años, se movía entre aquel entorno con una soltura que contrastaba con su edad. Era la más pequeña de su familia, pero a menudo se la confundía con alguien mayor, debido a la forma en la que se desenvolvía, fruto de haber crecido en compañía de su hermana mayor y sus primos.
Ese verano, como muchos otros, la abuela de Roxy había conseguido de nuevo la concesión del quiosco, un pequeño puesto de madera en la plaza principal, estratégicamente situado frente a la zona de juegos y a un lado del parque. Cada día, Roxy acompañaba a sus primas y a su hermana mayor mientras atendían el quiosco. No era que quisiera estar allí todo el día, pero no había mucho que hacer en casa sola. Además, con el paso de los años, había encontrado su propio ritmo en aquel entorno bullicioso. Cuando el sol estaba en su punto más alto, el aroma a palomitas y algodón de azúcar se mezclaba con el del asfalto caliente y el viento que traía algo de alivio desde el lago cercano.
Fue en uno de esos días perezosos de verano, cuando Roxy tenía apenas doce años, que conoció a Vern Rice. Vern era un chico de diecisiete años, siempre con una sonrisa pintada en el rostro, una de esas sonrisas que iluminaban la habitación y te hacían sentir que todo estaba bien. Era alto y delgado, con un aire despreocupado que contrastaba con la forma en la que sus ojos parecían observarlo todo con curiosidad. Vern no era parte del círculo habitual de Roxy, pero había llegado aquel verano como amigo del mejor amigo del novio de su prima mayor, Claire.
Claire lo había presentado de manera casual una tarde, mientras atendía a unos clientes. “Roxy, este es Vern. Vern, esta es mi prima pequeña. Se llama Roxanne, pero nunca la llames así”, había dicho riendo. Y Vern, en lugar de soltar el clásico saludo tímido, se había agachado a la altura de Roxy y le había dado una palmadita en la cabeza, como si fueran amigos de toda la vida.
—Encantado de conocerte, pequeña Roxanne —había bromeado con una sonrisa traviesa.
—Te dije que no la llames así —recalcó Claire, riendo y lanzándole una mirada de advertencia. Pero Roxy no se molestó. En lugar de eso, levantó una ceja con una expresión que parecía decir: *¿Y quién te crees tú para llamarme así?*.
Y así, sin darse cuenta, había empezado algo especial entre ellos. Los días siguientes, Vern se pasó por el quiosco casi todos los días. Al principio, sus conversaciones eran simples y superficiales. Él le preguntaba sobre el instituto y Roxy le respondía con monosílabos. Pero con el tiempo, las palabras fluyeron como el río cercano, y las horas que pasaban juntos se convirtieron en los momentos más esperados de cada día.
—¿Cuál es tu banda favorita? —le preguntó Vern una tarde, mientras el sol se ocultaba tras los edificios y dejaba un resplandor dorado en el cielo.
—No lo sé, me gusta un poco de todo —respondió Roxy con sinceridad, encogiéndose de hombros. Era aún muy joven para haber desarrollado un gusto musical específico, pero Vern no se lo reprochó. En lugar de eso, sacó su teléfono y le puso una lista de canciones variadas.
—Escucha esto y dime qué te parece. —Y así, compartieron auriculares, riendo y haciendo bromas sobre las letras de las canciones.
Roxy se sentía cómoda con Vern de una manera que no había experimentado antes. Él era más que un amigo, más que un simple conocido. Se había convertido en una especie de refugio en esos días calurosos, alguien con quien compartir un helado o una bolsa de gominolas sin pensar en nada más. Había algo en su actitud relajada y su forma de verla directamente a los ojos que la hacía sentir importante, como si sus palabras —por triviales que fueran— realmente tuvieran peso.
A veces, él llegaba con juegos de mesa pequeños, como una versión de viaje del ajedrez o un juego de cartas, y los dos pasaban el tiempo jugando mientras las primas de Roxy atendían a los clientes. No era extraño escucharles discutir sobre quién había hecho trampa o verles reír a carcajadas por alguna jugada inesperada.
—No puedes mover la torre así, Vern —protestó Roxy una vez, cuando él hizo un movimiento erróneo en el ajedrez.
—Claro que sí puedo, es la regla número uno del ajedrez… cuando juegas contra una pequeña Roxanne —respondió él, guiñándole un ojo. Ella resopló, pero no pudo evitar reír.
Y así, entre juegos, helados y charlas interminables, Vern se fue convirtiendo en una parte habitual del verano de Roxy. Cuando él no aparecía por algún motivo, ella lo notaba. No se lo decía a nadie, pero las horas parecían alargarse de una forma dolorosa. Y cuando él llegaba de nuevo, con su risa fácil y su forma despreocupada de sentarse en el banco frente al quiosco, el día volvía a recuperar su ritmo normal.
Los veranos en el quiosco eran siempre una mezcla de ajetreo y calma, de momentos de soledad y de compañía. Pero con Vern allí, todo era un poco más brillante. Y aunque Roxy no lo entendiera del todo, sentía que esas horas compartidas con él le estaban enseñando algo importante: a ver el mundo con ojos distintos, a reírse más de sí misma, a disfrutar del presente.
Ese primer verano juntos marcó el inicio de una amistad que, aunque comenzaba entre charlas triviales y juegos de mesa, ya prometía mucho más.
Los días pasaron con la ligereza propia de la temporada, entre el aroma a palomitas del quiosco y el zumbido constante de las voces de los vecinos que pasaban a saludar. Roxy sentía cómo la familiaridad con Vern se afianzaba de una manera casi imperceptible. Ya no había tensiones o momentos incómodos. A menudo, Vern aparecía con una bolsa de galletas o un par de refrescos y simplemente se sentaba junto a ella, como si hubieran sido amigos desde siempre.