El mundo físico se disolvió en una blancura absoluta y silenciosa. El estruendo de la batalla, el olor a ozono y corrupción, el frío cortante de la isla de Odrac… todo desapareció, reemplazado por una nada luminosa que no era ni fría ni cálida. Para Mizarth, Alcorth, Alice y Ëadrail, la sensación no fue la de ser transportados, sino la de ser… descompuestos y reensamblados en los hilos de una memoria que no les pertenecía, pero que resonaba en lo más profundo de sus almas con la fuerza de una verdad innegable. La mano de Miguel sobre la Lanza del Destino había actuado como una llave, abriendo una puerta largo tiempo sellada en sus espíritus.
La blancura dio paso a un cielo que ardía con el fuego de soles recién nacidos y nebulosas de colores imposibles. Estaban en otro tiempo, en otro lugar, observando una escena de una magnitud que sus mentes mortales apenas podían procesar. La gran guerra celestial estaba en su apogeo. Legiones de ángeles, con armaduras de luz y espadas que cantaban con poder divino, se enfrentaban a hordas de seres corrompidos, los primeros caídos, aquellos que más tarde serían conocidos como demonios. El aire vibraba con el choque de la creación y la rebelión.
Y en el centro de esta rebelión se alzaba una figura de una belleza terrible y un poder abrumador: Verch, el hijo primogénito de Miguel, el Lucero del Alba, cuya luz se había retorcido en una sombra de ambición desmedida. A su lado, Lilith, la primera mujer, ahora una reina demoníaca de una gracia letal, comandaba a las legiones del infierno. Verch, creyéndose merecedor de la Creación misma, había iniciado una guerra para derrocar a su padre y al Creador, y muchos ángeles, seducidos por su carisma y sus promesas de libertad sin límites, lo habían seguido, su luz empañándose, sus alas volviéndose de ceniza y fuego. Eran los Nephilim.
Pero la guerra no era un conflicto de dos bandos. En medio, atrapados entre la furia divina del Cielo y la ambición caótica del Infierno, existía una tercera facción, una anomalía nacida de la propia guerra: los Nephalem, hijos de la unión prohibida entre ángeles y Nephilim. Poseían un poder que superaba al de sus progenitores, una mezcla volátil de luz y sombra, orden y caos. Algunos, por lealtad a sus padres celestiales, se habían unido a las huestes de Miguel. Otros, por rencor o desesperación, habían seguido a Verch. Y otros, una pequeña y unida banda, habían decidido mantenerse al margen, luchando solo por su propia supervivencia en un universo que los veía a todos como abominaciones.
La visión se centró en cuatro de estos últimos, los Nephalem más poderosos, cuyas almas ahora resonaban con las de Alcorth, Mizarth, Alice y Ëadrail. Eran los hijos de los arcángeles más importantes, un testamento viviente de los lazos rotos por la guerra.
Ahí estaba Ragnar, un guerrero colosal de una furia indomable, cuya piel parecía hecha de roca y sus ojos ardían con el fuego de un volcán. Era el hijo de Azrael, el arcángel de la muerte, y una poderosa Nephilim guerrera llamada Naamah. En su brazo derecho, una marca de nacimiento con la forma de una espada en llamas brillaba débilmente, un presagio del poder destructivo que podía desatar, una fuerza capaz de causar heridas que se sentían como el fragor de una guerra entera. Alcorth sintió un eco de la furia de Ragnar, su rencor hacia Miguel por no haber detenido a Verch antes, por haber permitido que la guerra consumiera a tantos de los suyos.
A su lado, más silencioso y letal, estaba Than, su hermano. También hijo de Azrael y Naamah, era más esbelto y se movía con la gracia de una sombra. En su pecho, sobre el corazón, tenía una marca con la forma de una guadaña. Su poder era más sutil pero infinitamente más terrible: podía percibir la hebra vital de cualquier ser, el punto exacto de su existencia, y sabía instintivamente cómo cortarla con un solo toque, un solo golpe. Mizarth, en la oscuridad de su visión, sintió la calma fría de Than, su triste aceptación de su propia naturaleza, y el peso de ser un heraldo de la muerte en un mundo ya saturado de ella.
Luego estaba Mara, una joven de una belleza feroz y un cabello que fluía como una cascada de fuego. Era la hija de Gabriel, el arcángel de la revelación, y una Nephilim de gran sabiduría llamada Sariel. En su espalda, oculta bajo su armadura ligera, había una marca con la forma de una calavera adornada con flores marchitas. Su toque era una maldición y una bendición retorcida; podía transmitir enfermedades mortales con un simple roce, pero también podía absorberlas de otros, conteniendo la plaga dentro de sí misma a un costo terrible. Alice sintió el conflicto de Mara, su lucha constante con un poder que podía tanto aniquilar como, en teoría, purificar, y el dolor de ser temida por aquellos a quienes intentaba proteger.
Y finalmente, Brennus. El primero de todos, el más antiguo y complejo de los Nephalem. Era el hijo del propio Verch y de la reina demonio Lilith. En su frente, una marca con la forma de una corona rota brillaba con una luz pálida y ambigua. Su poder era el de la conquista absoluta, pero no a través de la fuerza bruta, sino de la negación y la subversión. Podía anular los poderes de otros, contraatacar cualquier ataque devolviéndolo a su origen, y su voluntad podía doblegar a los espíritus más débiles. Ëadrail sintió la soledad de Brennus, el peso de ser hijo de los dos líderes de la rebelión, atrapado entre dos mundos, sin pertenecer a ninguno, su lealtad final un enigma incluso para sí mismo.
Estos cuatro, aunque aún no lo sabían, eran los futuros Jinetes del Apocalipsis. Lo único que sabían era que sus marcas los unían, y que su amistad, forjada en la marginación y la supervivencia, era su único refugio. Se habían criado juntos, una familia improvisada de parias divinos, rebelándose contra las expectativas de sus padres y las condenas de ambas sociedades. Pero la guerra los había alcanzado, obligándolos a luchar, a matar, a ver morir a amigos y familiares de ambos bandos. Observaban el campo de batalla, teñido de la sangre de ángeles y demonios, y la esperanza se desvanecía en sus corazones.