El Sello: Ron, Torturas del pasado

Prólogo

El aire olía a sangre vieja y a cenizas aún calientes, un perfume que se había vuelto dolorosamente familiar. Bajo un cielo perpetuamente encapotado por el humo de incontables incendios, una figura solitaria avanzaba por las ruinas calcinadas de lo que alguna vez fue una aldea próspera en el corazón del Epiro del Este.

No era un hombre, no del todo. O al menos, ya no lo parecía a los ojos de quienes se atrevían a susurrar su nombre.

Una silueta imponente, envuelta en sombras y en el brillo siniestro de un metal oscuro y desconocido, se movía con una determinación implacable. Portaba un arma que parecía más una herramienta de carnicero que la espada de un guerrero, y de él emanaba un aura de poder palpable, sofocante. Ocasionalmente, un destello antinatural, de un verde enfermizo, brillaba en la oscuridad de su yelmo, como los ojos de una bestia acechante.

Los pocos supervivientes que se atrevían a espiar desde sus escondrijos no hablaban de un soldado, ni siquiera de un bandido. Murmuraban sobre una fuerza de la naturaleza, una calamidad andante, un verdugo llegado para cobrar una deuda imposible de pagar. Un nombre comenzaba a ser temido en la región, un eco sombrío que helaba la sangre.

Hoy, sin embargo, esta fuerza no buscaba combate directo. Se detuvo ante los restos carbonizados de una pequeña efigie, apenas reconocible como un juguete infantil. Por un instante, la figura permaneció inmóvil, el silencio de la desolación roto solo por el leve crujido de su armamento al respirar.

Una de sus manos enguantadas, de aspecto formidable, se alzó lentamente, casi con vacilación, hacia el juguete destruido.

Un temblor casi imperceptible recorrió su postura, no de ira, sino de algo más profundo, algo que luchaba por emerger desde las profundidades de la tormenta interior que lo consumía. Un recuerdo, quizás. Un eco de un tiempo anterior a la furia y a las llamas.

El momento se rompió. La mano se detuvo, luego se cerró en un puño, aplastando los últimos vestigios de inocencia bajo su poder implacable. El brillo verde en sus ojos pareció intensificarse.

Tenía una guerra que librar, una "justicia" que impartir, una venganza que completar. Y el pasado, como las cenizas bajo sus pies, solo servía para alimentar el fuego que lo impulsaba.

Pero incluso las tormentas más feroces tienen un ojo de calma en su centro. Y el recuerdo de ese ojo, por efímero que fuera, era la más peligrosa de las grietas en la armadura de su ira.




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