El Sello: Ron, Torturas del pasado

Capítulo 1: Cenizas de Hermandad

(Presente – Jardín de la Hermandad Adelfuns)

El sol de otoño tejía patrones dorados a través de las hojas menguantes de los arces ancianos que custodiaban el jardín de meditación. El aire era fresco, con ese filo que anunciaba la proximidad del invierno, pero el Gran Maestro Adelfuns permanecía impasible, su serenidad una roca contra la que las estaciones parecían estrellarse en vano. Frente a él, sentado sobre un cojín de hierba tejida, estaba yo. Incluso en la quietud del jardín, una tormenta parecía bullir bajo mi piel, una tensión que ni los años ni la disciplina de la Hermandad habían logrado borrar del todo.

Era la primera de muchas sesiones. Una confesión, una catarsis, una excavación arqueológica en las ruinas de un pasado que me había definido y, por poco, destruido.

Inspiré profundamente, el aroma de la tierra húmeda y las hojas secas llenando mis pulmones. Mis ojos, oscuros como pozos sin fondo, se encontraron con la mirada tranquila del anciano.

—Han pasado muchos años, Maestro —comencé, mi voz un susurro grave, como el roce de piedras en el lecho de un río seco—. Pero hay días en que el humo de Chuugi todavía me ahoga. Días en que el grito de mi padre...

Hice una pausa, tragando saliva. El Gran Maestro esperó, su paciencia infinita.

—Todo comenzó, o quizás todo terminó, el día que herí a Markethe. El día que decidí que mi camino debía ser recorrido en soledad, aunque esa soledad estuviera poblada por los peores demonios... los míos propios.

(Pasado – Narrado por Ron)

El polvo del camino se nos adhería a las ropas gastadas como una segunda piel, una mortaja tejida con la desesperación de dos años infructuosos. Dos años desde que la risa de mi padre, Arthoriuz, se había apagado para siempre. Dos años desde que mi promesa de justicia se había convertido en una obsesión que me roía las entrañas como un gusano insaciable.

Markethe caminaba a mi lado. Su paso era más ligero que el mío, pero sus ojos cargaban una preocupación que yo me esforzaba por ignorar. Habíamos recorrido incontables leguas, interrogado a docenas de desertores, soplones y cobardes, buscando una sola prueba, un solo testimonio que limpiara el nombre de mi padre y nos diera el derecho a clamar venganza contra Neipoy ante el mundo. Pero el silencio era nuestra única respuesta, un muro invisible contra el que mi furia chocaba una y otra vez.

—¿Estás bien? —la voz de Markethe, siempre un ancla en mi tormenta, sonó tensa ese día.

Apreté la mandíbula. —¿Cómo crees que estoy, Markethe? —le espeté—. Otro pueblo fantasma, otra negativa. "Nadie sabe nada", "fue hace mucho tiempo"... ¡Mentiras! Todos mienten.

—Calma, hermano —Markethe posó una mano en mi hombro, un gesto que antes habría sido reconfortante, pero que en ese entonces sentí como una brasa—. Encontraremos la verdad. Sabes lo que ocurrió aquel día. No podemos perder la fe.

Me encogí, apartando su mano. La fe era un lujo que ya no podía permitirme. El miedo en sus palabras, ese ligero temblor que a veces yo confundía con odio incipiente hacia mí, me crispaba los nervios. ¿O quizás era miedo de mí?

—Ya lo sé, Markethe —dije, mi voz más áspera de lo que pretendía—. ¿Hasta cuándo vas a seguir recordándome lo que hice en Chuugi? ¿Crees que lo he olvidado?

Markethe retrocedió un paso, su rostro ensombreciéndose. —No te estoy recordando eso, Ron. Te estoy pidiendo que no te pierdas. Pude mostrarte mis biorecuerdos, lo que hiciste cuando... cuando perdiste el control. No quiero volver a ver eso.

Me giré, dándole la espalda. Mis puños se cerraron con tanta fuerza que sentí las uñas clavándose en mis palmas. Otro sermón. Otra advertencia.

Estábamos cerca del último pueblo en nuestra lista de rumores, un miserable asentamiento fronterizo llamado Polvo Muerto. Allí, decían, malvivía un ex-sargento de Neipoy, un tal Nic Uduro, uno de los que había hollado las calles de Chuugi con sus botas ensangrentadas.

—¿Y ahora me vas a ignorar? —Markethe me agarró del brazo, su fuerza sorprendente. Me había sumergido tanto en mis pensamientos oscuros que no lo había oído acercarse.

—¿Qué? Disculpa, me distraje —mentí, intentando una despreocupación que no sentía. Pero a Markethe no se le engañaba fácilmente.

—Que ya vamos a llegar —dijo, su voz firme, sin soltarme—. Concéntrate, Ron. Recuerda el plan. Conseguir información, nada más. Sin... excesos.

Me zafé con un tirón brusco. Una sonrisa fría, desprovista de alegría, se dibujó en mis labios. —Oh, este hablará, Markethe. Te lo garantizo.

La expresión de miedo en el rostro de mi hermano fue casi imperceptible, pero la vi. Y por una fracción de segundo, una punzada helada de algo parecido al remordimiento me atravesó. La deseché con la misma rapidez con la que había llegado.

Llegamos a Polvo Muerto al atardecer, cuando las sombras se alargaban como dedos acusadores. El lugar era poco más que un puñado de chozas desvencijadas alrededor de una única taberna de mala muerte. Preguntamos por Nic Uduro. Un anciano desdentado nos señaló la taberna con un gesto vago. "Siempre está ahí, ahogando sus fantasmas", masculló.

Antes de empujar la desvencijada puerta de la taberna, me detuve. Por un instante fugaz, creí ver la figura alta y noble de mi padre junto al umbral, mirándome fijamente, con una expresión de silencioso reproche en sus ojos severos. Pestañeé, y la visión se desvaneció, dejando solo el áspero adobe de la pared. Malditos fantasmas.

Dentro, el aire era una mezcla rancia de alcohol barato, sudor y desesperanza. No fue difícil localizar a Uduro. Era un hombre corpulento, de rostro abotargado y ojos enrojecidos, que alardeaba con vozarrón de antiguas victorias ante una audiencia de borrachos y parias.

Markethe se apoyó en la barra frente al sargento, directo como siempre. —Una noche animada, sargento. ¿Qué le parece si nos cuenta algo sobre la gloriosa batalla de Chuugi?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.