(Presente – Jardín de la Hermandad Adelfuns – Ron continúa su narración)
—Dejar a Markethe atrás... —mi voz se quebró por un instante, una fisura en la armadura de los años. Tragué saliva, apartando la mirada del Maestro hacia los árboles danzantes—. Fue como arrancarme una parte de mí mismo, Maestro. Una parte que, quizás, era la única que aún conservaba algo de luz. Pero en mi ceguera, en mi rabia, creí que esa luz era una debilidad que no podía permitirme. Necesitaba ser implacable. Necesitaba ser... otra cosa.
»La soledad se convirtió en mi única compañera. Una compañera fría y silenciosa que no juzgaba, solo observaba cómo me hundía. Y en ese hundimiento, mi sed de justicia, o lo que yo llamaba así entonces, se transformó en una necesidad voraz de poder. Sabía que con mis habilidades actuales, mi venganza sería una empresa larga y quizás infructuosa. Mis dones eran... inusuales, Maestro. En un mundo donde la mayoría dependía de la tecnología o la fuerza bruta, mi capacidad para doblegar los elementos a mi voluntad me hacía diferente. Pero incluso esa diferencia no era suficiente. Necesitaba más. Mucho más.
(Pasado – Narrado por Ron)
Los días se convirtieron en semanas tras mi partida de Polvo Muerto. El recuerdo del rostro herido de Markethe me perseguía en las pocas horas de sueño que me permitía, pero lo ahogaba con la imagen del cuerpo sin vida de mi padre y la sonrisa burlona de sus asesinos. Cada amanecer era un recordatorio de mi fracaso, de mi impotencia. La información que había arrancado a Uduro era vaga, pistas que se deshacían como humo entre mis dedos. "El Ejército del Dragón", "Njord en el norte"... palabras vacías sin un camino claro.
Mi frustración crecía con cada pista falsa, con cada callejón sin salida. Mis poderes, aunque únicos y temidos por aquellos pocos que los habían presenciado, se sentían como una curiosidad exótica frente a la maquinaria de guerra de Neipoy. Yo podía conjurar fuego, sentir la tierra bajo mis pies de una forma que nadie más parecía entender, pero ¿de qué servía contra un ejército? Necesitaba un atajo, una forma de convertir mi singularidad en una verdadera arma, de convertirme en el cazador y no en la presa errante.
Fue en una biblioteca olvidada, en los archivos polvorientos de una ciudad fronteriza en decadencia, donde encontré la primera migaja. Un texto antiguo, prohibido por el antiguo Consejo de Sabios por sus "prácticas inestables y contactos peligrosos". Hablaba de rituales para "despertar el potencial dormido", para "canalizar las energías primordiales del universo". La mayoría eran galimatías, supersticiones de eras pasadas. Pero una sección, apenas unas líneas crípticas, mencionaba un lugar: la Aguja Sombría, un pináculo de roca negra perdido en las desoladas Tierras Yermas, donde se decía que el velo entre los mundos era especialmente delgado.
Ignoré las advertencias implícitas, las leyendas sobre viajeros que jamás regresaban. La desesperación es una consejera persuasiva.
El viaje a la Aguja Sombría fue arduo. Las Tierras Yermas hacían honor a su nombre: un paisaje desértico, barrido por vientos cortantes que arrastraban arena y susurros de locura. No había signos de vida, ni humana ni animal. Solo la roca negra y el cielo grisáceo. La tecnología aquí era un recuerdo lejano; cualquier vehículo se habría atascado o averiado en cuestión de horas. Solo quedaba la resistencia de mis propias piernas.
Finalmente, tras días de marcha que pusieron a prueba mi resistencia física y mental, la vi. Una aguja de obsidiana imposible, arañando el cielo como la garra de un dios muerto. Una energía extraña emanaba de ella, un zumbido casi inaudible que hacía vibrar el aire y ponía los pelos de punta. No era una energía maligna, no del todo, pero sí... ajena. Antigua.
El texto describía un ritual simple, casi rudimentario, que debía realizarse al anochecer en la base de la Aguja. No requería sacrificios, solo una concentración absoluta y la voluntad de "abrirse" a las corrientes de poder.
Esperé a que el último rayo de sol se extinguiera tras el horizonte dentado. El frío de la noche en el desierto era penetrante, pero una extraña excitación, mezclada con un temor primario, ardía en mi interior. Tracé los símbolos que indicaba el libro con la punta de una daga en la arena compacta alrededor de la base de la Aguja. Eran formas extrañas, que no pertenecían a ninguna lengua conocida.
Me senté en el centro del círculo improvisado, cerré los ojos y comencé a recitar las palabras del ritual, tal como las había memorizado. Eran guturales, resonaban en mi pecho de una forma inquietante. Al principio, no sentí nada más que el viento helado y el latido acelerado de mi propio corazón.
"Esto es una estupidez", pensé. "Otra pérdida de tiempo."
Pero perseveré. Seguí recitando, enfocando toda mi voluntad, toda mi rabia, todo mi dolor en esas sílabas arcanas. "¡Por mi padre!", rugí en mi mente. "¡Por Chuugi! ¡Por la justicia que me ha sido negada!"
Y entonces, ocurrió.
Una presión comenzó a acumularse a mi alrededor, como si el aire se hubiera vuelto denso, pesado. El zumbido que había sentido antes se intensificó, convirtiéndose en una vibración que sacudía mis huesos. Sentí un tirón, como si algo invisible intentara arrancar mi espíritu de mi cuerpo. Luché contra el pánico, aferrándome a la imagen de la venganza.
Abrí los ojos. El mundo a mi alrededor parecía distorsionarse ligeramente, los bordes de la Aguja Sombría ondeaban como si estuvieran bajo el agua. Un color nuevo, un matiz que nunca había visto antes, tiñó brevemente el aire: un verde espectral, iridiscente. Algo en ese tono me produjo una extraña e instantánea repulsión, una sensación visceral que no supe interpretar.
Y entonces, la sentí. Una oleada de energía cruda, vasta e indómita, fluyendo hacia mí desde el corazón de la Aguja, desde más allá del velo que supuestamente se rasgaba. Era como intentar contener un río embravecido con las manos desnudas. Dolía. Quemaba. Pero también... era poder.