El Sello: Ron, Torturas del pasado

Capítulo 5: Falsos Hermanos, Verdaderas Sombras

(Presente – Jardín de la Hermandad Adelfuns – Ron continúa su narración)

—Confiar en aquel desconocido, Morian, como se presentó más tarde... fue una decisión nacida de la impaciencia y de una arrogancia incipiente, Maestro. Creí que podría controlarlo, usarlo para mis fines y desecharlo cuando ya no me sirviera. Creí que mi sed de venganza era más fuerte que cualquier engaño que él pudiera tejer. Qué ingenuo fui. Subestimé la profundidad de su astucia y la oscuridad que ambos compartíamos, aunque la suya era mucho más antigua, mucho más retorcida.

»Él me prometió un camino hacia Njord, y yo, cegado por esa promesa, acepté su "pequeño favor". No imaginaba que ese favor sería la primera de muchas pruebas diseñadas para moldearme, para arrastrarme aún más lejos de la luz de mi padre.

(Pasado – Narrado por Ron)

Seguí a Morian a través de la noche y el terreno accidentado. Se movía con una gracia antinatural, casi sin hacer ruido, como una sombra desprendida de la propia oscuridad. Hablaba poco, pero cuando lo hacía, sus palabras eran como dardos precisos, sondeando mis defensas, halagando mi poder o avivando las brasas de mi odio hacia Neipoy. Cada sílaba parecía calculada.

Después de varias horas de marcha, llegamos a un desfiladero oculto, en cuyas profundidades se distinguía el parpadeo de una fogata. Unas cuantas estructuras rudimentarias, apenas cobertizos, se aferraban a las paredes de roca.

—Ahí los tienes —dijo Morian, deteniéndose en el borde del desfiladero y señalando hacia abajo con un gesto amplio—. Las "Cuchillas de Ceniza" en su humilde morada. Unos diez, quizás doce. Bien armados para ser simples bandidos, pero nada que tú no puedas manejar, estoy seguro.

Asentí, mis sentidos ya explorando el lugar. Podía sentir el calor de la fogata, el olor a carne asada y a metal. También percibía las auras de vida abajo, aunque eran débiles, como las de cualquier humano ordinario. La tarea parecía sencilla, casi un insulto después de lo que había hecho en Nightowl.

—Esperaré aquí tu regreso triunfal —añadió Morian con esa sonrisa suya que tanto me crispaba—. Y luego, hablaremos de Njord.

Descendí por el sendero empinado con cautela, aunque una parte de mí ansiaba la liberación de la violencia. La energía del ritual y el alma de Vorlag aún bullían en mi interior, pidiendo ser desatadas. A medida que me acercaba, sin embargo, una extraña quietud me llamó la atención. Demasiado silencio para un campamento de bandidos. No había guardias apostados, ni el murmullo de conversaciones ebrias. Solo el crepitar de la fogata.

Llegué al nivel del campamento, mi mano en la espada. Los cobertizos estaban oscuros, sus entradas como bocas mudas. Me acerqué al fuego. Lo que vi me heló la sangre, no por miedo, sino por una furia fría y una creciente sospecha.

Alrededor de la fogata, yacían varios cuerpos. Una docena, tal como Morian había dicho. Pero no estaban dormidos ni borrachos. Estaban muertos. Masacrados. Algunos con gargantas cortadas, otros con el pecho hundido o con extrañas quemaduras que no parecían producidas por fuego común. La sangre oscura y pegajosa lo impregnaba todo.

Y no había sido obra mía.

—¿Qué demonios es esto? —murmuré, mi voz un gruñido.

—Esto, mi querido Ron —la voz de Morian sonó justo detrás de mí, haciéndome girar con la espada a medio desenvainar. Él estaba allí, en el borde del círculo de luz de la fogata, tan tranquilo como si estuviera contemplando un paisaje agradable—. Es lo que queda de las Cuchillas de Ceniza. Un trabajo un poco sucio, lo admito, pero efectivo. Pensé en ahorrarte el esfuerzo.

Lo miré fijamente, la rabia creciendo en mi interior. —¿Tú hiciste esto? ¿Entonces para qué me trajiste aquí? ¿Para qué el favor?

Morian se encogió de hombros, un gesto casi teatral. —Considera esto una... demostración de mis propias capacidades, y una prueba de tu disposición. Quería ver si realmente estabas comprometido. Y lo estás. Además, limpiar esta escoria siempre es un placer.

—Me has mentido —espeté, la energía comenzando a arremolinarse a mi alrededor. Mis dedos picaban con el deseo de lanzarle una llamarada.

—¿Mentido? Prefiero llamarlo "omitir ciertos detalles" —dijo, sin perder la calma, sus ojos rojos brillando con diversión—. No te enfades, Ron. El resultado es el mismo: la banda está eliminada. Y ahora, podemos hablar de lo que realmente importa. De nuestra causa común.

—¿Nuestra causa? —repetí con sorna—. No tenemos nada en común, excepto un posible enemigo.

Fue entonces cuando su expresión cambió. La sonrisa burlona se desvaneció, reemplazada por una intensidad que me hizo reconsiderar mi postura ofensiva. Dio un paso hacia la luz, y por primera vez, la capucha se deslizó ligeramente hacia atrás, revelando más de su rostro: facciones afiladas, casi nobles, pero con una palidez antinatural.

—Te equivocas, Ron —dijo, su voz ahora cargada de una extraña emoción, casi... ¿dolor?—. Tenemos mucho más en común de lo que crees. Compartimos una sangre. Compartimos una pérdida. Compartimos un legado.

Me quedé inmóvil, confundido por el repentino cambio de tono y por sus palabras enigmáticas.

—¿De qué estás hablando?

Morian me miró directamente a los ojos, y en el brillo rojizo de los suyos vi un reflejo de mi propia alma atormentada, pero también algo más antiguo, más retorcido.

—Estoy hablando de Arthoriuz Tower, Ron —dijo, su voz apenas un susurro, pero cada palabra golpeándome como un martillo—. El gran guerrero. El hombre que te crio. El hombre al que llamabas padre.

Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. —¿Cómo sabes...?

—Lo sé porque él también fue mi padre, Ron —declaró, y esta vez no había rastro de burla en su voz, solo una profunda y resonante convicción que me sacudió hasta los cimientos—. Somos hermanos, Ron. Hermanos de sangre, unidos por el legado de Arthoriuz y por el mismo fuego de venganza contra el hombre que nos lo arrebató: el General Njord.




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