(Presente – Jardín de la Hermandad Adelfuns – Ron continúa su narración)
—Mi "alianza" con Morian fue un veneno de acción lenta, Maestro. Él era un experto en la manipulación, en susurrar las palabras exactas para avivar mi ira y justificar mis peores impulsos. Me hablaba de estrategia, de debilitar las líneas de suministro de Neipoy, de cortar sus redes de información. Sonaba lógico, táctico. Pero cada misión que emprendíamos parecía empujarme un paso más hacia una brutalidad que superaba la simple necesidad militar.
»Él me enseñaba a usar mi poder de formas más... eficientes, como él decía. A sentir el miedo del enemigo, a usar la sombra y el terror como armas. Yo absorbía sus lecciones como tierra seca, hambriento de cualquier ventaja que pudiera obtener. Me estaba convirtiendo en su arma perfecta, y en mi ceguera, creía que era yo quien lo estaba utilizando a él. Fue durante una de esas misiones, en un lugar donde no esperaba encontrar nada más que escoria, que un eco de mi pasado, un eco de lo que mi padre me había enseñado, resonó en la oscuridad. Y ese eco tenía un nombre: Alanna.
(Pasado – Narrado por Ron)
Las semanas que siguieron a mi pacto con Morian se volvieron un borrón de violencia y viajes sigilosos. Nos movíamos como fantasmas por las tierras fronterizas, atacando convoyes de Neipoy, eliminando a sus informantes y saboteando sus operaciones. Morian tenía una extraña habilidad para obtener información, siempre un paso por delante del enemigo. Yo era la fuerza de choque, la tormenta elemental que descendía sobre nuestros objetivos.
Con cada enfrentamiento, mi control sobre los poderes despertados en la Aguja Sombría crecía. Aprendí a moldear el aire para crear barreras o proyectiles, a hacer temblar la tierra bajo los pies de mis enemigos. Mi fuego se volvía más caliente, más voraz, y a veces, en el fragor de la batalla, vislumbraba ese destello verde, más intenso cada vez. Con cada vida que tomaba, con cada alma que sentía desvanecerse, el vacío en mi interior parecía calmarse momentáneamente, solo para regresar más hambriento que antes.
Nuestra siguiente misión nos llevó a un puerto fluvial abandonado llamado Grano Muerto, un lugar que, según Morian, servía como punto de encuentro para contrabandistas que trabajaban para Neipoy, moviendo no solo armas, sino también tecnología robada.
Llegamos bajo el amparo de una noche sin luna. El lugar estaba en ruinas, los almacenes de metal corroído se alzaban como esqueletos contra el cielo oscuro. El único signo de vida provenía de un gran hangar en el centro del puerto, de donde escapaban luces tenues y el murmullo de voces.
—Están ahí dentro —susurró Morian, sus ojos rojos brillando con anticipación desde la sombra de un contenedor oxidado—. Probablemente una docena de guardias. El líder es un tal Kael, un hombre brutal. Acabemos con ellos y quememos la mercancía.
Asentí, la energía ya crepitando en mis manos. Pero mientras nos acercábamos, algo más llegó a mis oídos, algo que no encajaba: un sollozo ahogado, femenino. Y luego, un grito agudo, rápidamente sofocado.
Fruncí el ceño. —¿Qué ha sido eso?
Morian hizo un gesto de desdén. —Los hombres de Kael tienen sus entretenimientos. No tiene importancia. Concéntrate en el objetivo.
Pero sí la tenía. Ese sonido... me recordó a los gritos de las madres de Chuugi, a la impotencia y el terror. Un sentimiento que había enterrado profundamente, una furia diferente a mi sed de venganza, comenzó a agitarse en mi pecho. Era la ira del protector, una herencia directa de mi padre.
Ignorando la advertencia siseada de Morian, me moví más rápido, rodeando el hangar hasta encontrar una ventana mugrienta. Lo que vi dentro hizo que la sangre me hirviera con una intensidad que superaba incluso mi odio por Neipoy.
Dentro, Kael y sus hombres no estaban revisando armas o tecnología. Estaban "inspeccionando" a un grupo de mujeres y niñas, encadenadas, aterrorizadas. Kael, un hombretón con una sonrisa lasciva, estaba arrastrando a una joven de cabellos oscuros que se resistía con todas sus fuerzas. Era evidente que no eran contrabando, eran esclavas. Futuras víctimas para los oficiales de Neipoy.
—¡Ron, espera! ¡El plan! —siseó Morian desde algún lugar detrás de mí.
Pero ya no había plan. No el suyo.
Derribé la puerta del hangar con una onda de choque de aire comprimido, los goznes de metal oxidado saltando por los aires. Entré en el hangar como una furia encarnada. Las caras de los contrabandistas se volvieron hacia mí, sus expresiones de sorpresa transformándose en miedo al ver mis ojos, que seguramente ardían con una luz propia.
—¿Quién demonios eres tú? —rugió Kael, soltando a la chica y desenvainando un enorme vibrocuchillo.
—Tu final —fue mi única respuesta.
No les di tiempo a reaccionar. El suelo bajo sus pies se resquebrajó, haciendo que varios perdieran el equilibrio. Una llamarada de mi fuego, más agresivo y hambriento que nunca, envolvió a tres de ellos antes de que pudieran levantar sus armas. Sus gritos fueron breves.
Kael y los demás abrieron fuego con sus pistolas de plasma. Creé un escudo de aire sólido a mi alrededor que desvió los proyectiles incandescentes. Avancé a través de su fuego de supresión, el metal del suelo gimiendo bajo mis pies. Uno a uno, los eliminé con una eficiencia brutal: lanzas de roca afilada, ráfagas de viento cortante, y toques que robaban el calor de sus cuerpos hasta dejarlos congelados en posturas de terror.
Kael fue el último en pie. Se abalanzó sobre mí, su vibrocuchillo zumbando. Lo esquivé sin esfuerzo y lo agarré por la garganta. Su rostro se congestionó, sus ojos desorbitados por el pánico. Lo levanté del suelo, sintiendo el débil latido de su vida bajo mi pulgar. Estaba a punto de incinerarlo, de absorber su miserable alma, cuando mis ojos se encontraron con los de la chica que había estado a punto de ultrajar.