El Sello: Ron, Torturas del pasado

Capítulo 7: Entrenamiento en el Filo y el Fuego Helado

(Presente – Jardín de la Hermandad Adelfuns – Ron continúa su narración)

—Aceptar a Alanna como aprendiz fue... una contradicción andante, Maestro. Yo, que me había despojado de toda conexión para no tener debilidades, de repente tenía una. Ella era un espejo. Un espejo que reflejaba no solo lo que yo era, sino todo lo que había perdido. Cada día que la entrenaba, me veía obligado a confrontar la pureza de su intención contra la podredumbre de la mía.

»Yo le enseñaba a sobrevivir en un mundo cruel, y ella, sin saberlo, me recordaba que había un mundo por el que valía la pena luchar, no solo uno contra el que vengarse. Fue una dinámica... peligrosa. Y Morian lo sabía. Él observaba cada interacción, cada lección, con el interés de un entomólogo estudiando a dos insectos atrapados en el mismo frasco.

(Pasado – Narrado por Ron)

Los días que siguieron a nuestro encuentro en Grano Muerto fueron una prueba de fuego para Alanna. Y para mi paciencia. La llevé con nosotros, una decisión que Morian aceptó con una sonrisa enigmática que no presagiaba nada bueno. "Una mascota puede ser útil", comentó una vez, y solo una mirada gélida por mi parte le impidió volver a referirse a ella de esa manera.

El entrenamiento comenzaba antes del amanecer y terminaba mucho después del anochecer. No fui un maestro amable. No podía permitírmelo. El mundo al que la estaba preparando no lo era. La empujaba hasta sus límites físicos, forzándola a correr hasta que sus pulmones ardían, a luchar cuerpo a cuerpo hasta que sus músculos gritaban de agotamiento. Cada caída era una lección sobre el dolor. Cada hematoma, un recordatorio de la fragilidad.

—¡Más rápido, Alanna! —le ladraba mientras esquivaba torpemente uno de mis ataques—. Tu enemigo no esperará a que recuperes el aliento. ¡Levántate!

Ella se levantaba. Siempre se levantaba. Cubierta de polvo y sudor, con los nudillos ensangrentados y lágrimas de frustración brillando en sus ojos grises, pero nunca se rendía. Esa tenacidad, esa chispa de desafío que había visto en el hangar, era real. Y, aunque odiaba admitirlo, me impresionaba.

Después del entrenamiento físico, venían las lecciones sobre el poder. Me senté con ella, tratando de explicarle la naturaleza de la bioenergía, cómo sentirla dentro de sí misma, cómo hacerla resonar con el mundo que la rodeaba.

—Todo tiene una energía, Alanna. La tierra, el aire, incluso el silencio —le explicaba, mi voz más sosegada que durante el combate—. Debes aprender a escucharla, a sentirla. Tu voluntad es la clave para darle forma.

Era extraño. Mientras le enseñaba los fundamentos, recordaba las primeras lecciones de mi padre, sus palabras llenas de paciencia y sabiduría. Un agudo contraste con la versión oscura y retorcida que yo le estaba ofreciendo a ella.

Los primeros intentos de Alanna fueron infructuosos. Frustración, algún que otro destello de luz incontrolado, poco más. Pero una tarde, mientras practicaba junto a un arroyo helado de montaña, algo cambió. Le pedí que se concentrara, que sintiera el frío del agua, la quietud de la piedra, y que intentara manifestar una llama, como yo le había mostrado.

Cerró los ojos, sus manos temblando por el esfuerzo. Una pequeña luz comenzó a formarse entre sus palmas. Pero no era naranja. Era de un azul pálido, casi blanco, y no emitía calor. Al contrario. Una fina capa de escarcha se formó en la hierba a sus pies. El aire a su alrededor se enfrió notablemente.

—¿Qué... qué es esto? —preguntó, abriendo los ojos y mirando la llama azulada con asombro y algo de miedo.

Morian, que nos observaba desde la distancia, soltó una risa ahogada. —Fascinante. Un talento natural para la criogénesis elemental. Una rareza.

Me acerqué, intrigado. El fuego que ella producía era lo opuesto al mío. El mío era furia, destrucción, consumo. El suyo era control, quietud, estancamiento. Era... puro.

—Inténtalo de nuevo —le ordené, mi voz más suave—. Pero no pienses en quemar. Piensa en congelar. Siente el frío del arroyo y dale forma de llama.

Ella asintió, concentrándose de nuevo. Esta vez, la llama que brotó fue de un azul celeste brillante, casi translúcida. Bailaba como fuego, pero desprendía un frío intenso. Tocó una hoja cercana y esta se cubrió instantáneamente de una delicada y letal capa de hielo.

"Fuego helado", pensé.

Por un impulso, extendí mi propia mano e intenté imitarla. Traté de invocar esa pureza, esa frialdad controlada. Pero de mis dedos solo surgió una voluta de vapor siseante y luego una llama anaranjada, agresiva y hambrienta, que pareció querer devorar la pequeña llama celeste de Alanna. La apagué de golpe, una oleada de frustración recorriéndome. El camino hacia ese tipo de poder estaba cerrado para mí. La corrupción del ritual, la ira que era mi combustible, lo hacían imposible. Mi fuego solo sabía destruir.

—Tu don es único, Alanna —dije, mi voz ronca—. Deberás dominarlo. Puede ser un arma formidable.

Desde ese día, su entrenamiento cambió. Mientras yo me hundía más en el dominio de los elementos en sus formas más brutales, la guiaba a ella por un camino diferente. Le enseñé a crear proyectiles de hielo que estallaban en ráfagas heladas, a generar muros de fuego frío para defenderse, a congelar el suelo bajo los pies de un oponente.

Ella progresaba rápidamente, pero con cada nueva habilidad que dominaba, la brecha entre nosotros se ensanchaba. A veces, durante nuestras misiones contra los puestos de avanzada de Neipoy, ella presenciaba mi verdadera naturaleza. Me veía hacer temblar la tierra hasta que los edificios se derrumbaban, o usar ráfagas de viento para lanzar a los soldados por los aires como muñecos de trapo. Una vez, vio cómo absorbía el alma de un oficial de Neipoy que habíamos capturado. No dije nada para explicarlo. No había explicación que no sonara a monstruosidad.

Después de aquello, no me miró durante dos días. Vi en sus ojos cómo la imagen del "salvador" se resquebrajaba, reemplazada por la de un monstruo. Se volvió más silenciosa, más reservada. Su gratitud inicial estaba siendo erosionada por el miedo y la duda.




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