(Presente – Jardín de la Hermandad Adelfuns – Røn continúa su narración)
—La verdad de mi nombre, Maestro... Ruin... resonaba en mí como una campana fúnebre. No era una posesión, no del todo. Era una... alineación. Como si una pieza de mi ser que siempre había estado fuera de lugar, finalmente encajara, completando una imagen monstruosa. El poder que fluía a través de mí era vertiginoso, adictivo. Y lo primero que deseé hacer con él fue borrar la memoria de mi reciente humillación.
»Quería volver a la estación de retransmisiones. Quería que el pretor Fendrel viera en qué me había convertido. Quería mostrarle el verdadero significado de la decepción. Pero lo que no anticipé fue que, al hacerlo, también le mostraría a Alanna exactamente de qué debía huir.
(Pasado – Narrado por Røn)
El horror en los ojos de Alanna era un ancla que amenazaba con arrastrarme de vuelta a la duda, a la culpa. Pero el poder de Ruin era una marea demasiado fuerte. La miré desde el centro de mi círculo de poder, envuelto en mi nueva armadura y en el resplandor del fuego verde. El miedo que ella sentía era... lamentable, pero necesario. La debilidad era lo que nos había llevado a este punto. Ahora, la debilidad ya no sería un problema.
—Røn... —susurró mi nombre, pero sonó como un lamento, como si estuviera de luto por el hombre que había conocido.
—Esto era necesario, Alanna —dije, y mi voz era diferente, más profunda, resonando con un eco antinatural que parecía provenir de la propia armadura—. Para que nadie vuelva a hacernos daño.
Morian se acercó a mí, sus ojos rojos brillando con una satisfacción palpable. —El pretor Fendrel todavía celebra su victoria en la estación. ¿No crees que es hora de interrumpir su fiesta?
No necesité más motivación. Con un gesto de mi mano enguantada, las criaturas sombrías que habían surgido del ritual se arrastraron detrás de mí, obedientes. Me di la vuelta, sin mirar de nuevo a Alanna, y comencé a caminar fuera del cráter. La venganza era una droga mucho más potente que cualquier atisbo de conciencia.
El viaje de regreso a la estación de retransmisiones fue rápido. El poder de Ruin fluía por mis venas, otorgándome una velocidad y una resistencia inhumanas. Morian corría a mi lado, y mis nuevos sirvientes se deslizaban entre las sombras, una escolta de pesadilla.
No nos molestamos en el sigilo esta vez.
Llegué al perímetro de la estación y no me detuve. Las torretas de plasma abrieron fuego, pero levanté una mano y una pared de sombras sólidas, un fragmento de la dimensión de Ruin, se alzó y absorbió los disparos sin esfuerzo. Con un movimiento de mi otra mano, la tierra bajo las torretas se convirtió en un lodo negro y hambriento que las engulló por completo.
Los soldados del Ejército del Dragón salieron en tropel, pero ya no eran un ejército disciplinado. Eran ganado corriendo hacia el matadero.
—¡Acaben con ellos! —ordené, y mis sirvientes sombríos se lanzaron hacia adelante, desgarrando la carne y el metal con una ferocidad antinatural.
Yo caminé a través del caos, un epicentro de destrucción tranquila. No necesitaba gritar ni correr. Un soldado me disparó a quemarropa; la energía rebotó inofensivamente en mi nueva armadura. Lo toqué, y un relámpago de energía verde y negra saltó de mis dedos, desintegrando su cuerpo en una nube de cenizas y gritos ahogados. Era el fuego negro/morado que había sentido latente, una manifestación pura de la aniquilación.
Vi al pretor Fendrel salir del edificio principal, su servoarmadura brillando bajo las luces de emergencia. Su postura arrogante vaciló cuando me vio avanzar entre los restos de sus hombres, envuelto en fuego verde.
—¿Fantasma? —su voz metálica estaba teñida de incredulidad y, por primera vez, de miedo—. ¿Qué... qué eres?
—Soy Røn —dije, y la palabra resonó con el poder de mi verdadero nombre: Ruin—. Y he vuelto para terminar nuestra conversación.
Él levantó su guantelete de poder y disparó. Esta vez, no creé un escudo. Simplemente recibí el impacto. La energía crepitó contra mi pecho, pero la armadura la absorbió, su núcleo rojo brillando con más intensidad, como si se alimentara de ella. Di un paso adelante, impasible.
La confianza de Fendrel se hizo añicos. Comenzó a retroceder, disparando frenéticamente. Ignoré sus ataques y alcé mi espada. Un arco de energía verde salió disparado de la hoja, partiendo el suelo y rozando su armadura, dejando un surco humeante que olía a metal fundido y ozono corrupto.
La batalla, si es que se le podía llamar así, fue breve. Lo acosé, desmantelando sus defensas, despojándolo de su tecnología y su orgullo. Le arranqué el guantelete con un tentáculo de sombra. Hice que la tierra se aferrara a sus pies, inmovilizándolo. Finalmente, me paré frente a él, impotente en su caparazón de metal.
Con la punta de mi espada, arranqué su casco. Su rostro estaba pálido, sus ojos desorbitados por el terror.
—Por favor... —suplicó.
Me incliné hacia él, el fuego verde de mis ojos reflejándose en los suyos. —La piedad es para los débiles. Y la debilidad es lo que casi te permite matar a alguien que me importaba.
Antes de darle el golpe final, una presencia me distrajo. En el borde del campo de batalla, oculta entre los escombros, estaba Alanna. Me había seguido. Su rostro era una máscara de horror absoluto, las lágrimas surcando la suciedad de sus mejillas. Estaba viendo no una batalla, ni siquiera una ejecución. Estaba viendo una tortura. Una masacre.
Nuestras miradas se cruzaron. En ese instante, supe que la había perdido para siempre. La chispa de esperanza que ella había representado se extinguió, ahogada por el mar de mi propia oscuridad.
Aparté la vista de ella y volví a centrarme en Fendrel. Con un rugido que era mitad humano, mitad algo mucho peor, hundí mi espada en el pecho de su servoarmadura, atravesando el metal y la carne como si fueran papel. No absorbí su alma. Simplemente lo aniquilé.