El Sello: Ron, Torturas del pasado

Capítulo 14: Convergencia en la Desolación

(Presente – Jardín de la Hermandad Adelfuns – Røn continúa su narración)

—Mi marcha hacia el norte se había convertido en una cruzada ciega. Cada victoria era vacía, cada alma que tomaba solo me dejaba más hueco. La pista de Morian sobre Njord y "algo que yo necesitaba" era lo único que me impulsaba, una astilla de intriga en un océano de furia. Esa astilla me llevó a un pueblo fortificado llamado Kaelen's Folly. Según mis informantes —supervivientes aterrorizados a los que perdonaba la vida a cambio de información—, era el último gran bastión del Ejército del Dragón antes de las heladas tierras del norte profundo. Se decía que el propio Njord lo había visitado recientemente.

»Me acerqué a Kaelen's Folly no como un soldado, sino como un tifón. Mi único plan era derribar sus muros y ahogar sus defensas en fuego y miedo hasta que me dieran lo que quería. No sabía que, entre los defensores de ese pueblo, se encontraba el único hombre al que alguna vez había llamado hermano. Y la visión de él... me rompió de una manera que ni siquiera la traición de Morian había logrado.

(Pasado – Kaelen's Folly – Narrado por Røn)

El pueblo se aferraba a la ladera de una montaña como un nido de avispas. Sus muros de ferrocreto y sus emplazamientos de cañones de riel hablaban de una defensa seria. Pero para mí, solo eran lápidas esperando a ser derribadas.

Ataqué al anochecer. No necesité un ariete. Simplemente extendí mis manos hacia el muro principal y sentí la tierra bajo él. Con un gruñido que fue más de Ruin que mío, la hice temblar. El ferrocreto se agrietó, gimió y luego se derrumbó con un estruendo atronador, abriendo una brecha por la que mis sirvientes sombríos se vertieron como una marea de pesadillas.

Entré caminando tranquilamente por la brecha, mi armadura absorbiendo los inútiles disparos de las armas ligeras. El caos era mi elemento. Mi fuego verde brotaba en arcos desde mis manos, derritiendo las defensas, consumiendo a los soldados. La plaza del pueblo se convirtió en mi lienzo, y yo pintaba con los colores de la destrucción.

Desataba una tormenta de relámpagos corruptos sobre un cuartel cuando sentí una perturbación. Un nuevo grupo de combatientes había entrado en la batalla. Eran diferentes. Se movían con una gracia y una precisión que los soldados de Neipoy no poseían. Sus ataques eran coordinados, sus energías más... puras. Por la forma en que vestían y luchaban, parecían una especie de orden de guerreros, algo de lo que había oído hablar en viejas historias, pero que nunca había visto.

Me giré y los vi. Un equipo de cuatro. Y la ira fría me invadió. ¿Otra facción? ¿Otros justicieros autoproclamados que venían a interponerse en mi camino? ¿A defender a estos carniceros?

Entonces, vi al que iba al frente.

Incluso a la distancia, a través del humo y el brillo de mi propio fuego infernal, lo reconocí. La forma en que se movía, la doble daga que brillaba en sus manos. El mundo pareció ralentizarse. El rugido de la batalla se convirtió en un zumbido distante.

Markethe.

Un torbellino de emociones me golpeó con la fuerza de un ariete. Sorpresa. Dolor. Y luego, una furia amarga y profunda. Él. Aquí. ¿Cómo se atrevía? ¿Después de que lo dejé atrás para protegerlo, venía ahora a enfrentarme, a juzgarme? La herida de nuestra separación, que yo había cubierto con capas de poder y odio, se abrió de golpe, sangrando rabia.

Él gritó mi nombre. Un grito ahogado, lleno de un dolor que ya no me permití sentir. Su voz era un eco de un mundo que yo había quemado hasta los cimientos.

Incliné la cabeza, un gesto que debió parecerle burlón. —Así que me encontraste, hermano —dije, y mi propia voz me sorprendió. Era más profunda, resonaba con el poder de Ruin, cada palabra un trueno contenido—. ¿O has venido a unirte a la fiesta?

Él me miró, y pude ver la lucha en su rostro, el horror al contemplar mi nueva armadura, el fuego verde, los demonios que se arrastraban a mis pies. Pude ver cómo la imagen de su amigo de la infancia se hacía añicos frente a la monstruosidad en que me había convertido.

—¡Ron, detente! ¡Somos de la Hermandad Adelfuns! —gritó, aunque el nombre no significaba nada para mí en ese momento. Solo oí "somos", un "nosotros" del que yo ya no formaba parte—. ¡No tienes que hacer esto!

Suplicaba. A mí. El Demonio. La ironía era tan espesa que casi me ahogaba.

—¿Que no tengo que hacerlo? —mi risa fue un sonido áspero y metálico—. Ellos mataron a nuestro padre, Markethe. Y esta "Hermandad" tuya, ¿dónde estaba entonces? ¿Dónde estabais mientras yo buscaba justicia solo?

Levanté una mano, y una docena de lanzas de obsidiana brotaron del suelo empedrado, dirigiéndose no hacia él, sino hacia sus compañeros. Quería aislarlo. Quería que viera lo inútil que era su nueva lealtad.

Con un grito, Markethe se lanzó, sus dagas desviando dos de las lanzas en una lluvia de chispas. Demostró una habilidad que yo no le conocía, una velocidad y una precisión forjadas en un entrenamiento que yo no había presenciado. Pero no era suficiente. Uno de sus compañeros esquivó, pero la otra, una mujer, recibió un impacto en el hombro que la derribó con un grito de dolor.

—¡Ron, por favor! ¡No pelearé contigo! —gritó, poniéndose entre sus compañeros heridos y yo.

Sentí una punzada de algo... algo parecido a la decepción. Había una parte de mí, la parte más oscura y retorcida, que anhelaba que lo intentara. Que probara su nueva fuerza contra la mía. Que me diera una razón para desatarme.

—Lástima —dije, y mi voz era tan fría como el vacío entre las estrellas.

No lo ataqué directamente. Hubiera sido demasiado fácil... y quizás, demasiado doloroso. En su lugar, golpeé el suelo con el puño de mi armadura, liberando una fracción del poder que bullía en mi interior.

Una onda de choque de energía verde y negra se expandió desde el punto de impacto. No era un ataque letal, era una declaración. Un "apártate". Un "no eres rival". La onda expansiva los lanzó a todos hacia atrás, a él y a su equipo roto, estrellándolos contra los escombros como hojas en una tormenta.




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