El Sendero de las Artimañas

CAPÍTULO UNO — El Regreso de la Astucia

 

 

 

«Algún día una llama azul también quemará tu cuerpo. No debes temer.» eso me dijo mi madre el día que fue devorada por las llamas. Estaba de pie; frente a mí, con una gran sonrisa: los ojos le brillaban. Contemplé con tristeza como su hermosa cabellera (larga hasta las rodillas) se hacía ceniza. «No debes temer.» repitió con firmeza. No era la primera vez que presenciaba algo así, pero esta vez perdía a la persona más importante en mi vida. Me encontraba de rodillas; obligada a reverenciarme ante ella a medida que la llama acrecentaba. En aquel lugar oscuro, frío y andrajoso, también confesó: «El zorro y el cuervo siempre han sido amigos; como la varita mágica y su bruja. Nunca se estará a salvo solo con ahuyentar al zorro del paraje. El cazador se adentrará en el bosque hasta acorralarlo en su madriguera, y matarlo. Pero el cuervo acudirá brindándole su mágica ayuda; despistando al cazador: a cambio esperará un tributo». Mi madre también me dijo aquella tranquila tarde, día o noche; que debía moverme con cautela: porque el zorro, a veces, también es el cazador.

 

 

 

 

Acababa de subir, arrastrando mi mediana maleta, por la escalinata de piedra de entrada al castillo. El viento invernal de enero: buscaba camino por el borde inferior de mi capa, y soplaba entre mis piernas descubiertas. Olvidé vestir mi par de medias negras y agujereadas, y largas hasta la falda. Mi cuerpo se quejaba a temblores por la gélida noche. Sin embargo, no tenía tiempo para pensar en ello: seguía sin poder creer que al fin me encontraba frente a las gigantescas puertas de roble. Era la única estudiante en la entrada. No por llegar antes de tiempo: más bien por llegar tarde (como me es costumbre). Hacía un buen rato que el expreso de Hogwarts había partido (como suele hacerlo en esta época del año) de la estación King’s Cross; terminando su recorrido en la estación de Hogsmeade. El patio del colegio ya se encontraba desierto de carruajes.

Todos se reunían dentro del Gran Comedor, probablemente, esperando la deliciosa cena de la gran apertura del nuevo año y segundo trimestre del nuevo curso, que se llevará a cabo en el gran Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.

Estuve dubitativa por unos segundos. Dándole vueltas; en si golpear, o no, la enorme puerta de roble. Sentía que por fuera la piel helada me dolía. Por el contrario, una emoción me invadía dentro: provocando un calor tibio que llegaba a cada parte de mi delgado cuerpo. Cuando por fin me decidí a hacerlo; de repente, la puerta de roble se abrió con lentitud. Era el cuidador de pasillos y corredores del castillo, aún llevaba puesta su chaqueta cazadora de cuero viejo y gastado. El anciano abrió los pequeños ojos celestes e inclinó el cuerpo de lado a lado, como si dudara de quién tenía en frente, hasta que se detuvo y exclamó:

—¡Arwen Bellmont! ¿Realmente eres tú? —Traía una voz tomada por la vejez—. Quizás mis ojos me engañan…

—¿Y quién más podría ser? —pregunté con risa burlona—. ¿Cómo has estado durante todo este tiempo, anciano? —Le mostré los dientes, seguido de una sonrisa criminal, y continué—: Creí que ya se habrían encargado de ti para este año… —dije en tono burlón, y acomodando la larga bufanda que rodeaba desde mi cuello a los hombros.

—¡¿Cómo te atreves a llamarme anciano, niña?! No has cambiado en nada… Pero…, yo también pensé: «el año del curso anterior sería mi último», y aquí me ves —refunfuñó el celador Douglas Bell, y con un lento movimiento de su huesuda mano me invitó a entrar—. No soy tan viejo, ¿sabes? Y estoy bien, gracias por preguntar. ¿Cómo has estado, Bellmont? No te he visto el primer trimestre, ¿acaso te has saltado las clases, y las comidas en el Gran Comedor? —Soltaba preguntas sin parar, y sin esperar respuestas. Señaló el vestíbulo y añadió—: ¡Espera aquí! ¡Tengo algo escrito con tu nombre! —Marchó a paso lento hacia lo oscuro.

El vestíbulo estaba iluminado por antorchas. Frente a mí se podía ver la escalera de mármol que esperaba paciente a que los estudiantes de las casas de Ravenclaw y de Gryffindor subieran entusiasmados a sus respectivas torres. La alegría me abrazaba una vez más por dentro. Se sentía bien regresar y contemplar nuevamente lo bueno de estar aquí.

Mientras tanto, a mi derecha: detrás de las puertas cerradas, se oía el bullicio de la gente que estaba sentada en las largas mesas del Gran Comedor. Aseguro que deben estar igual de contentos que yo, y también aseguro: que ni se imaginan (ni esperaban) mi regreso. Será divertido ver sus caras de tontos cuando digan con rostros confusos y sorprendidos; «¡Es Arwen Bellmont!» «¿No fue expulsada?» «…creí que jamás volvería a verla…».

Divagué unos segundos mirando la entrada al Gran Comedor, y jugando con mi enredado y revoltoso cabello ondulado. Levanté un mechón y lo olí: si iba a regresar; sería lo más presentable posible…

—¿Qué haces, niña? Te cortaste el cabello, ¿verdad? —dijo el celador apareciéndose desde lo oscuro en el castillo, mientras, alargaba el brazo para entregarme una carta en mano.

—Nunca me he cortado el cabello… ¡Ni peinado! —dije con orgullo por la hazaña, y observando seriamente el sobre.

—¿De verdad? Creí que… La última vez que te vi, era tan largo que te llegaba hasta la cadera… Ahora lo tienes por la cintura, y hasta pareces más bajita —Soltó una carcajada.

—¡Ja! Que gracioso… —dije sin prestarle mucha atención. Me preocupaba más el contenido en el sobre que bromear con aquel viejo.




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