El señor amargado ¿puede ser mi papá?

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 6.

Arthur.

Cuando llego a casa ya es de noche, pero la luz del salón sigue encendida. No es raro. Papá tiene la costumbre de leer hasta tarde, aunque la vista ya no le acompaña como antes.

—¿Tú no te cansas nunca? —pregunto al verle en su sillón habitual, con las gafas puestas, el periódico abierto y los pies en alto.

—¿Tú no saludas nunca? —responde sin levantar la vista—. ¿Vas a salir?

—No. Mañana tengo que madrugar.

—Ah, es verdad. Dijiste que ibas a correr con Barry.

—A las siete. Y a las nueve tenemos la reunión con el equipo de cirugía. —Me dejo caer en el sillón frente a él y suelto un suspiro largo—. Hay que preparar todo para la intervención del pequeño Oslo.

Papá baja el periódico y me mira por encima de las gafas.

—¿Oslo Orlan? ¿El de seis años?

Asiento, frotándome los ojos con los dedos.

—Sí. Tiene una obstrucción en el uréter que le afecta el riñón derecho. Lleva meses en seguimiento, pero esta semana los análisis salieron peor. Hoy le hicimos otra ecografía, y el riñón está empezando a perder funcionalidad. No podemos esperar más.

—¿Es el niño que no quiere dormir solo?

—Ese mismo. —Miro al techo unos segundos—. A su edad, ya ha pasado por tres ingresos, y se encierra cada vez más. No habla mucho, pero cuando lo hace… siempre pregunta si su madre va a estar despierta cuando vuelva.

Papá ladea un poco la cabeza.

—¿Y qué problema hay? ¿No está?

—Trabaja por las noches, tiene dos empleos. Está criando sola a Oslo y a su hermano pequeño Asher, que apenas tiene un año. Dice que no puede dejar ninguno de los dos, pero debe regresar a su casa cuando termina en la noche. La niñera solo le cubre las horas justas. Es de esas mujeres que no paran, aunque se estén rompiendo por dentro.

—Vaya. —Asiente con respeto—. Entiendo por qué se te van las horas. Cuando un paciente se te mete dentro… cuesta desconectar.

—Hoy no he cenado. Ni siquiera he mirado el reloj hasta que la enfermera me dijo que me estaban buscando desde el despacho de dirección. Ahí me acordé de qué mamá me había dicho que llegara a casa antes de las nueve.

—Ah… Sí. —Papá vuelve a acomodarse y toma aire como si ya supiera lo que viene—. Está molesta.

—¿Mucho?

—Digamos que ha sacado la vajilla buena, ha hecho lasaña casera y tenía un vino abierto desde las ocho menos cuarto. Cuando ha dado las nueve y cuarto y tú no aparecías, ha llamado a tu móvil. Y como siempre no lo cogiste…

—Lo tenía en silencio.

—Exacto. Así que lo siguiente que ha dicho ha sido: «No volveré a cocinar para él nunca más, ni a comprar vino, estoy harta de que se le olvide” —Vaya, estaba realmente enfadada.

—Se le pasará. Mañana por la mañana ya se le habrá olvidado. Aunque no esperes que te prepare el desayuno mañana.

—Me lo merezco. —Digo sin poder defenderme—. Pero es que no podía dejar al niño. Sabes que es retraído y no confía en nadie…

—Lo sé, hijo. Lo sé. —Suspira—. Tú tienes algo de ella en eso. Eres capaz de olvidarte del mundo si te concentras en alguien que necesita ayuda.

—O de olvidarme también de que tengo madre. —Sonrío con cansancio.

—Ella también lo sabe. Solo que le cuesta admitir que te estás convirtiendo en ese tipo de médico que todos admiran, pero que vive en el hospital. Y eso, no le gusta y para ser sincero, a mí tampoco.

—Trabajo en una clínica, no son máquinas, son niños pequeños, no puedo delegar.

—Exacto. Ese es el problema, que no es que no puedas delegar, porque sí puedes. Eres el dueño. El problema es que no sabes delegar y por eso te pasas la vida ahí dentro.

—Tú también has pasado media vida ahí. ¿Qué hacías a mi edad?

—Yo ya tenía dos hijos. Y tu madre me gritaba y amenazaba todos los días para que llegase a tiempo a la cena y pasara tiempo con mi familia. —Sonríe con nostalgia—. Y lo conseguía. Supongo que, de tal palo, tal astilla. —Suspira profundamente. —No se trata de dejar de trabajar, pero al menos, intenta cenar en casa, hijo. Si no, lamentarás algún día no haber pasado tiempo con nosotros. No pedimos mucho… ¿No?

—No, la verdad es que no. Gracias por entenderme papá.

—De nada, campeón. —Cierra el periódico con un suspiro—. Me voy a acostar. Que estoy viejo y tengo que descansar.

—¿Mañana tienes consulta?

—Sí, sobre las diez, pero me voy temprano. Estoy empezando a entrenar a tu sustituto.

—¿Ya tan pronto?

—Alguien tiene que ocuparse del papeleo si tú no te quieres encerrar en la oficina. Planeo jubilarme antes de Navidad. Me gustaría irme con algo de dignidad y no cuando me caiga encima de un paciente. Ya tengo bastante con que la doctora Figueroa me diga que me tiemblan los pulgares.

Asiento en silencio. No me imagino el hospital sin él.

—¿Vas a cenar? —me pregunta mientras se incorpora lentamente.

—No sé. Tal vez caliente algo, me tome otro café o me quede dormido en el sillón.

—O llama a esa nueva enfermera, Charlotte West, —me dice, sin poder evitar la sonrisita. —Parece que tu madre al contrario que tú, está encantada con ella.

—Muy gracioso. ¿Te lo ha contado no? —Asiente apretando los labios para no reír. —Otra vez ha elegido ella.

—Nunca dudes de tu madre, tiene un don, ella sabe lo que hace.

Papá ríe, me da una palmadita en el hombro al pasar y se marcha por el pasillo tranquilamente.

Me quedo solo en el salón. Enciendo el móvil por si hay mensajes. Cuatro llamadas perdidas de mamá. Un mensaje recibido y luego borrado. Me la imagino con el delantal puesto, sacando la fuente de lasaña del horno y dejándola en la encimera sin tocar.

Suspiro.

Mañana le llevaré flores o un pastel a la clínica. O le haré el desayuno.

Mi mente vuelve entonces a Charlotte West. A su voz al teléfono cuando mi madre le ha dicho que estaba contratada. Sonaba nerviosa o feliz, ambas cosas a la vez.

Ojalá no quiera besarme en tres meses. Solo con eso… ya será mejor que Yolan.




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