El SÉptimo Dictador

I. CRUEL

Elizabeth Wollstonecraft regresaba de su paseo diario en busca de manzanas. La suerte no le sonreía esa mañana, porque difícilmente había conseguido ―después de casi caer de un árbol― apenas doce manzanas pequeñas tan rojas como su color de cabello.

Sostuvo la cesta de trenzado de palma, que ella misma fabricó, admirándola. Suspiró con suficiencia y sonrió al pensar que, por lo menos hoy, haría felices a doce niños del pueblo. Doce niños huérfanos no tendrían que robar o trabajar en el mercado cargando cajas de vegetales para poder obtener una mísera pieza de pan.

Eso, la hacía considerablemente feliz.

Aunque ella quisiera ayudar a más personas, la baja economía y escasez de alimento no se lo permitían. Porque en Hiddenfire “ayudar a otros” no es algo que se llevase a cabo comúnmente, y mucho menos hacia niños sucios y desamparados que viven en las calles mendigando comida.

Bajó el canasto que llevaba en la mano izquierda y con la otra alzó la parte delantera de su vestido para poder caminar entre la hierba crecida que había en la vereda de camino a casa, pues la preciada prenda fue herencia de su difunta madre y no deseaba estropearla. El calzado ya estaba arruinado, debido a que los últimos días continuas tormentas locales habían azotado el pueblo y las serranías, haciendo que los arroyos fluyeran y los caminos se convirtieran en lodazales.

―¡Elizabeth! ¡Elizabeth!

Los gritos enérgicos de su amiga Mary Herschel, aquella joven desprotegida, de piel pálida y cabellos oscuros, que su padre recibió en su hogar hacía unos años atrás, los podía escuchar a varios metros de distancia.

Elizabeth detuvo sus pasos tras quitar el barrote que aseguraba la verja de madera que media la propiedad de la granja.

Mary no esperó a que Elizabeth llegara a ella, en su caso, corrió velozmente, tropezando con la falda larga que llevaba hasta alcanzarla.

―¿Qué ocurre, Mary?

―¡Los EREP vinieron! ¡Estuvieron aquí…!

La mujer de ojos negros la tomó de los hombros y la sacudía. Elizabeth apenas entendía lo que la desesperada Mary quería decir.

La conocía desde hace años, tres para ser exactos. Llegó a la granja pidiendo trabajo a cambio de asilo y comida, y como caritativas personas Elizabeth y su padre la aceptaron de buenas a primeras. Para ella, verla tan alterada, de esa forma, no era bueno. Aunque cuando escuchó “EREP” su corazón comenzó a acelerarse en menos de dos segundos padeciendo terror de lo que Mary diría a continuación, porque se trataban de esos perros malnacidos que, por órdenes del Dictador, se llevan a todo aquel que cometa un crimen. Son esos malditos que el día anterior se llevaron a una niña de diez años tras atraparla robando algún tipo de fruta a un vendedor para su pequeño hermano.

―¡Mary, no te entiendo! Relájate y dime ¿qué pasó?

―¡Se lo llevaron! ¡Se llevaron a tu padre por la fuerza…! ―expresó desconsolada, cubriendo sus ojos con sus manos sintiendo una frustración enorme―. No pude impedir que se lo llevaran. Dijeron que fue porque no pagó la cuota del mes.

Elizabeth soltó la canasta, manteniendo la mirada perdida en el rostro de Mary. Las manzanas se salieron del contenedor y rodaron hacia distintas direcciones. Sus ojos como el color de las avellanas estaban atestándose de lágrimas.

No. No era justo.

Pero tampoco iba a dejar que las cosas terminaran así. Antes del amanecer iría a buscar a su padre y lo traería de regreso a casa, así le costase la vida.

***

La Torre Suprema. El segundo hogar el Dictador en curso. Una monumental torre de homenaje, a sus anchas y en altura. Al día recibe en torno a cuarenta o cincuenta personas que necesitan auxilio. Normalmente piden abogar por familiares capturados o por alguna ayuda económica. Pero el caso de Elizabeth Wollstonecraft era especial. Pues se trataba de la vida de su progenitor, el único familiar que le quedaba además de su amiga que la consideraba como hermana.

Elizabeth observó a su alrededor. Era una larga fila, agradecía haber madrugado y ocupar los primeros lugares de las cincuenta y tres personas en espera. Era la número siete de la lista, una lista que llevaba por nombre “pedidos del pueblo”. Su piel clara parecía derretirse en sudor. Los poros se estaban luciendo esa mañana junto el leve temblor de sus manos que se hacía más acelerado conforme avanzaba un lugar en la fila.

Su turno llegó, y su juicio racional la abandonó por un momento. Se quedó sin habla al ver a una mujer muy hermosa, de piel un poco apiñonada, conservada y limpia, de cabello tan largo como el de ella, rubia, y con una apariencia encantadora y sonrisa radiante.

―Bienvenida a la Torre Suprema. Mi nombre es Diana Leigh ¿En qué te puedo ayudar?

―Bueno yo, soy Elizabeth Wollstonecraft. Eh, mi padre… ayer, los EREP lo… no sé qué hicieron con él. ¡Estoy muy desesperada!

―¿Cuál es el nombre del señor?

―John Wollstonecraft ―respondió Elizabeth tratando de controlar el temblor de sus labios.

Mientras la mujer buscaba en una vitela, Elizabeth estaba al borde de tirar de sus cabellos rojizos. Miró a su lado derecho donde vio a gente con armaduras, morriones y armas. Quizá ellos fueron los que se llevaron su padre, pensaba. Volteó al lado izquierdo y allí, en una esquina, estaba Mary esperándola.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.