El SÉptimo Dictador

II. PESADILLA

John Wollstonecraft llegó a casa tan rápido como sus cansadas piernas le permitieron. Abrió apresurado la puerta, encontrándose con la joven de cabello negro.

―¡¿En dónde está Elizabeth?

Preguntó al ver a Mary caminar de en lado a otro, dando vueltas en círculos, mordiéndose las uñas con desesperación.

Para él fue tan extraño que lo hayan puesto en libertad después de que le dictaran sentencia. Lo iban a matar. Pero ahora estaba de vuelta en su hogar libre de todos los delitos por los que se le inculparon. Por lo que John sabía, era la primera vez en tantas generaciones que sucedía algo como esto, que el Dictador en curso perdonase la vida de un aldeano. Porque todos saben que Hiddenfire no perdona, y menos a personas como él que son poca cosa e insignificantes para el líder supremo.

―¡John, lo liberaron!

―Sí, pero ¿en dónde está mi hija?

―No ha regresado. Ella iba a hablar personalmente con el Líder y ya no supe nada más, un tipo odioso me trajo hasta aquí… Pensé que Elizabeth volvería con usted.

―¡Tenemos que volver por ella! Puede estar en peligro.

Mary asentía. No hallaba una forma de tranquilizar al señor, pues estaba consciente de que su débil corazón no soportaría ver a su hija encarcelada, o, en el peor de los escenarios, muerta.

Curiosamente, cuando Mary fue escoltada de regreso a la granja, el sujeto de cabello negro, mejor conocido por General Edward Zallinger, había mencionado algo que la dejó pensativa ―No tienes que temer, si el líder hubiese querido ahí mismo la hubiera matado. Seguramente tiene planes, William nunca da un paso en falso―.

―No será necesario.

John y Mary voltearon a la entrada de la casa. Ambos se apresuraron a abrazar a Elizabeth. Se sorprendieron tanto el verla ahí que ignoraron el hecho de que se presenciara acompañada por dos hombres con el uniforme oficial de los guardias del Dictador. Un castaño moreno con una cicatriz muy visible en la mejilla derecha en forma de X. El otro sujeto era un poco más alto, de piel clara ―o lo que se podía mirar de ella debido al atuendo― con gafas oscuras y un pañuelo cubriendo el cuello hasta la parte baja de la nariz.

―¡Hija, me alegra tanto verte!

―Elizabeth, ¿qué pasó? Estaba muy preocupada por ti.

La actitud de Elizabeth les dejaba mucho que desear. La seriedad no era un rasgo característico de su personalidad. Su rostro que todo el tiempo irradiaba vida y luz, ahora parecía ser un vivo ejemplo de un día gris.

Elizabeth giró su cabeza a un lado y, sobre el hombro, miró a uno de los hombres que la acompañaban.

―¿Pueden dejarme hablar con mi padre a solas, por favor?

―Sabe lo que dijo el Supremo Líder, mi lady. No la debemos perder de vista en ningún momento ―respondió el castaño.

―Sólo será rápido. ¡No voy a escapar…! No por ahora… ―murmuró―. Tú te puedes quedar en la entrada, y tu amigo que parece matón puede vigilar la parte trasera. Sólo, déjenme hablar diez minutos con ellos.

El castaño frunció el entrecejo, como si algo de lo que dijo le hubiera hecho enojar demasiado. Estaba por decir algo, pero el otro tipo que iba con él le puso una mano en el hombro y negó con la cabeza.

―Bien. Pero nos vamos en diez minutos, esté lista o no.

Claro que había falta de verdad en lo que dijo, puesto que no podían regresar sin ella. Si lo hacían, William se encargaría personalmente de hacerles pagar lenta y tortuosamente su error, como lo habían hecho ya hace un año con otra persona.

Elizabeth cerró la puerta vieja de madera estilo vintage y puso una aldaba con una cadena. Pasó las manos por su cabeza, se encaminó hasta una silla vieja que estaba al lado del comedor y se sentó.

―Hija, ¿qué te hicieron? ―preguntó John hincándose a los pies de ella.

―Yo… yo, me voy a casar… ―Mary y John se miraron entre sí por unos segundos con la misma expresión de intriga en el rostro―. Me voy a casar con William Barrow, el Dictador.

Elizabeth levantó la vista y en sus ojos parecía no haber razón a lo que ella misma acababa de decir. Para ella, todavía seguía en su cama, soñando, o mejor dicho, teniendo una pesadilla.

***

William aventó a Elizabeth bruscamente dentro de la celda. Cuando ella cayó al suelo la reja ya estaba cerrada por uno de los guardias del Líder, esa mujer de ojos marrones, la Coronel Isabel Lowell.

Elizabeth se puso de pie y se sujetó de los gruesos barrotes que la separaban del tirano. Por menos de diez segundos se mantuvieron la mirada, fijamente, sin inmutarse ninguno de los dos.

―Háblame de ti ―Elizabeth mostró una expresión de sorpresa. Permaneció callada―. No te lo estoy pidiendo, niña. Es una orden ―dijo con exasperación en su voz.

No era un tipo que lo hacían esperar, eso lo tenía clarísimo. Los ojos avellana miraron a los guardias que estaban cerca, para después posarse en los ojos grises e intensos que no dejaban de verla firmemente, esperando por una respuesta a su exigencia.

―Retírense ―dijo William al notar el gesto de ella. Las personas de inmediato obedecieron y se alejaron hasta desaparecer―. Ahora sí estamos solos. Habla, niña.




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