El SÉptimo Dictador

III. PRISIÓN

Elizabeth sentía en sus parpados un escozor que nunca antes había sentido. Ni en sus  innumerables desvelos y madrugares difíciles le había costado tanto abrir los ojos. Cuando por fin pudo hacerlo, la luz cegadora del sol de mediodía le obligó a cerrarlos de nuevo.

Los recuerdos comenzaban a llegar uno a uno, lento, sin prisa pero con un peso que le causaba un dolor de cabeza tan penetrante que le hacía querer arrancársela. En el momento en que la retina se acostumbró al resplandor pudo abrirlos completamente. Parpadeó varias veces aclarando la imagen turbia que tenía ante ella.

Estaba en una habitación monumental, las paredes de piedra refinada eran tan altas y gruesas que parecía más bien una prisión elegante, muy elegante. Tapizados de tejido a mano, que simulaban obras de arte, decoraban el aposento y repelían el clima frío. La cama era enorme, demasiado para una persona, cubierta por una capa de cobertores de lana de cordero y almohadones de plumas de ganso, y la tela fina y transparente que caía de la estructura superior le hacían sentir como si fuera una princesa.

Elizabeth intentó sentarse, al hacerlo se sujetó la cabeza, presionándola por la punzada de dolor, dándose cuenta de que estaba rodeada por algunas mujeres con vestidos desteñidos de manta cruda y gorros de la misa tela sobre sus cabezas.

―¡Ha despertado! ―dijo una de ellas acercándose al borde lateral de la cama―. Lady Elizabeth, ¿se encuentra usted bien?

Elizabeth dio un leve quejido cuando la mujer la tomó desprevenida y puso una mano en su frente.

―¿Qué, qué pasó? ―preguntó con la cabeza hecha nudo todavía.

―Unos ladrones los atacaron de regreso. Por suerte el General Zallinger llegó a tiempo.

¿General Zallinger…? ¡Su príncipe! Ahora lo recordaba, aquel hombre con antifaz que la había salvado de una muerte segura. ¿Zallinger? ¿Ese era su nombre?

―¿Cómo están Horatio y James?

―No debe preocuparse por cosas sin importancias, mi lady.

―¡Claro que son importantes! Necesito saber cómo están los demás ―Hizo un esfuerzo en levantarse pero dos mujeres la detuvieron e insistieron en que se recostara.

―No se levante, no se esfuerce. El Líder Supremo dio órdenes estrictas, debemos encargarnos de su descanso hasta que se recupere por completo.

El único motivo por el que hizo caso a la mujer de cabello castaño, fue el hecho de que no quería ni iba a ser responsable de que el Dictador cobrara en ellas el precio a pagar porque Elizabeth desobedeciera. Ahora que sabía lo cruel y despiadado que podía llegar a ser William Barrow lo último que deseaba era ocasionar problemas y daños a personas que no lo merecían.

Se recostó y sonrió apenada pero agradecida por tantas molestias al estarla cuidando.

―¿Puedo saber sus nombres? Me gusta conocer a la gente cercana, y supongo que ustedes van a estar conmigo muy a menudo.

Las mujeres mostraron su sorpresa al verla sonreír. Ellas, la servidumbre, estaban acostumbradas al mal trato de las personas importantes que rodeaban al séptimo, la gente que ellas servían, y que la futura esposa del Líder Supremo se mostrara amable, comprensible e interesada en ellas, no lo esperaban para nada.

―Soy Gisela, ellas son… ―La mujer guardó silencio sin poder terminar.

La puerta de la habitación se abrió y enseguida la tensión reinó la pieza. Las mujeres se pusieron en fila y agachaban la cabeza haciendo una reverencia inclinándose hacia adelante, en esa posición permanecieron mientras William entraba acompañado por el hombre de cabello oscuro. Elizabeth se apoyó en sus manos para erguirse sobre la cama. Tenía miedo, y no sabía por qué, pero tampoco lo iba a demostrar.

―Retírense ―dijo William con un tono seco y frío sin mirar a las criadas. Sus ojos grises siempre clavados en la mirada aterrada de Elizabeth―. ¿Cómo te sientes? ―preguntó una vez que las personas salieron y la última cerró la puerta doble de madera lustrada.

―Bien ―tartamudeó y habló lo más alto que pudo, lo cual fue por casi nada un murmuro.

Elizabeth inconscientemente se cubrió con la cobija de lana hasta el pecho. Estaba vestida por una hermosa bata de seda pura en la cual se podía transparentar su pecho a través de ésta, sin embargo pasó desapercibido por los dos hombres presentes. Aún así, eso no le impedía sentirse intimidada, y avergonzada.

―Te presento al General Edward Zallinger ―Elizabeth no disimuló su expresión de asombro. Obviamente ese sujeto no era su príncipe. ¿Qué estaba pasando entonces?―. Él va a estar al cuidado de ti por estos días.

―¿Qué pasó con James y Horatio? ¿Están bien?

La pregunta de Elizabeth fue inconsciente.

―Si no pueden evitar un asalto, mucho menos van a poder proteger a mi futura esposa. Si Edward no los hubiese encontrado a tiempo, estarían muertos. Además tu única obligación es lucir bonita y acompañarme en los discursos, no preocuparte por dos hombres que no saben hacer su trabajo. Ah, y refiérete a ellos como Banks y Wolfe, detesto la confianza cuando carece de sentido.




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