El SÉptimo Dictador

VI. EQUIVOCADA

―Pónganlo en la cama. Con mucho cuidado, por favor. ―Robert Bakewell, el cirujano personal del Dictador, daba órdenes a sus asistentes.

Isabel ayudaba a colocar a William para que no se lastimara más de lo que ya estaba. Fue suerte que, de camino al palacio, Edward apareciera. Así, con su ayuda, fue más rápido trasladarse antes de que el Líder estuviera en mal estado. La sangre que brotaba de la herida había cesado gracias a un vendaje rápido e improvisado. Sin embargo, el sollozo de Elizabeth repitiendo una y otra vez que todo fue culpa suya hizo del camino de regreso un martirio que parecía nunca terminar.

Llegaron al castillo y de inmediato fueron socorridos. Se avisó de emergencia al cirujano, médicos, e incluso barberos[1], sobre el estado del Líder Supremo y cómo habían pasado las cosas. El personal, la servidumbre, se movía de un lado a otro, yendo de allá para acá, volviéndose atolondradas llegando a ser más un estorbo que una ayuda. Eso empeoraba la situación. Tanta algarabía, tanto desorden, para el cirujano era difícil concentrarse en cerrar esa herida.

―Tú eres su esposa, es momento de utilizar ese beneficio ―dijo Isabel a Elizabeth, observando a las mujeres tropezar unas con otras. Una de tantas golpeó por accidente su espalda con el brazo, y eso la hizo despertar. Isabel tenía razón. Lo que necesitaba William ahora mismo era descansar y Bakewell hacer su trabajo. Tomó valor de no sabía dónde y por fin su voz fuerte y clara se hizo escuchar entre el tumulto.

―Quiero que todas salgan de aquí ―Las mujeres se detuvieron de pronto―. ¡Ahora! ¿Qué no oyen? ―Confundidas obedecieron. Después de todo era la esposa del Dictador, la reina sin corona, y una falta de respeto a ella significaba un castigo severo― Gisela se queda para ayudar, las demás regresen a sus labores.

Bakewell miró hacia ella y en un gesto de agradecimiento regresó su atención a William.

Después de unas horas, parecía que el pánico y la preocupación habían acabado. El cirujano se acercó a Elizabeth y a Isabel, quienes en ningún momento se apartaron de su lado, siempre al pendiente de la salud de William.

―La herida va a sanar sin ninguna complicación. Saqué los balines, por suerte sólo fueron dos, atravesaron el tejido pero no el músculo. Le hice una pequeña sutura para cerrar la herida, con eso y curaciones será suficiente. De aquí en un par de días necesitará cuidados precisos y reposo total.

―¿No se va a morir, verdad?

―No. No por esto. La lesión tiene que mantenerse limpia y seca para evitar una infección. Cuídelo mucho y esté atenta a cualquier irregularidad. Los médicos y yo estaremos cerca por cualquier cosa. Vendré a monitorearlo de vez en cuando.

Elizabeth atendió todo lo dicho y agradeció al hombre. Gisela e Isabel salieron por órdenes de Elizabeth, pues ella se quedaría con él a cuidarlo el tiempo que fuera necesario.

Para Isabel, aún era poco convincente la actitud de William y de Elizabeth. ¿Preocupado el uno por el otro? Mientras Elizabeth atendía a William, ella se quedaría afuera de la habitación, porque no iba a permitir que el enemigo notara la brecha que se había creado, y más ahora que sabían que había un infiltrado enemigo en el palacio.

***

―¿En dónde estabas, Edward? Casi nos matan y tú paseando por el bosque.

―Es por mí que no los mataron, Isabel. Cuando a ustedes los atacó Ketch, al mismo tiempo yo estaba deteniendo al resto de su escuadrón. Deberías agradecerme.

Isabel difícilmente comprendió, no tenía más remedio que creerle pues no eran tiempos para desconfiar. Tenían un enemigo casi invisible y no era momento de pelear y dudar entre ellos. Pero algo que no le quedaba bien claro era qué hacía William ahí, ¿Cómo pudo encontrarlas? ¿Por qué salió sin protección y sin escolta sabiendo que tiene muchos enemigos allá afuera? La primera respuesta, y la más lógica hasta ahora, era Elizabeth. Si sus sospechas eran ciertas, el Dictador, el sujeto frío que perdió la fe por la humanidad hace unos años, estaba sintiendo algo muy fuerte por su esposa, algo que lo llevó a dar su vida y pensó no podría volver a existir en alguien como él. Pero aun así, si ese cariño y esa preocupación por Elizabeth lo hayan obligado a salir del recinto, sin siquiera preocuparse por su seguridad, ¿cómo las encontró? El bosque es enorme, y la probabilidad de encontrarse en el camino y en el momento justo para salvarles el pellejo a posta del suyo, era casi nula. Sea lo que sea, Isabel lo iba a averiguar.

―¿Ya supiste quién es la rata que se coló al palacio?

―Es una mujer, sólo he podido averiguar eso. ―Edward apilaba los registros de todo el personal que servía al Dictador. Específicamente los de la servidumbre.

―¿Cómo lo sabes?

―Esta mañana murieron los tres hombres que probaron la comida antes de servirla. El alimento contenía fuertes cantidades de arsénico. Las ratas ya comenzaron a moverse, y creemos saber quién es el primer blanco.

―¿Cómo? ¿No van por William? ¿Para quién iba la comida?




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