El SÉptimo Dictador

VII. REVELACIÓN

William Barrow no era el del tipo de persona que perdía el tiempo complaciendo los gustos de los demás, o por lo menos lo era antes de contraer matrimonio. Tampoco era un personaje que escatimara en gastos cuando de lujos se tratara. A Elizabeth le había quedado bien claro.

La casa de campo, que más bien parecía una cabaña grande con fachada rural, era todo lo que siempre soñó y le parecía imposible alcanzar. La mampostería hecha de vigas de sabina, las paredes de piedra laja pulida color marrón con tonos grises, le daban un estilo mallorquín. Contaba con sala, cocina, dos habitaciones y un baño privado más grande que su antigua recamara en la granja. Pero lo favorito de Elizabeth era una hermosa chimenea de ladrillo rojo con repisa de madera, un porche con tejado de palma y poltronas María Antonieta, y un jardín repleto de sus flores favoritas que el Líder se molestó en averiguar. La vista principal era el castillo y desde atrás un pequeño lago con abundante color verde y árboles con musgo.

Era increíble, todo lo era.

Incluso, William mandó a traer a la yegua de Elizabeth, así como también ordenó construir un enorme establo al lado de la casa para que el animal se sintiera a gusto. Mary la visitaba con frecuencia, ella decía que lo hacía porque la extrañaba, pero Elizabeth estaba segura que lo que extrañaba era discutir con el General Zallinger. John, su padre, también la visitaba a menudo, sólo cuando el trabajo en la crecida granja se lo permitía. William, todos los días, desayunaba con ella, y por petición de Elizabeth lo hacían en el pórtico que tanto le gustaba. Después de la merienda acostumbraban beber té y conversaban sobre lo que cada uno haría en el día. Si le hubiesen contado hace unos meses que todo esto sucedería, ella se hubiese carcajeado por tal desfachatez.

William Barrow era un caballero en toda la extensión de la palabra. Con Elizabeth siempre iba de la mano, a todas partes, así solo fueran a pasear por los jardines ornamentales. Él con ella era cortés, amable, atento, sin la necesidad de estar frente a alguien para demostrarlo, la atendía como su reina. Elizabeth disfrutaba del espectáculo que daba William cuando alguna mujer interesada se le acercaba con evidentes intenciones y éste la rechazaba.

Para Mary e Isabel, inclusive para Edward, era bastante obvio el afecto que se tenían el uno al otro, porque de otra manera el Dictador de una poderosa nación no se tomaría el tiempo de su atareado día para dedicárselo plenamente a su mujer por contrato. Porque Mary a veces era testigo de cuando William dejaba los pendientes para acompañar a Elizabeth ya sea para almorzar o para pasear a caballo. Algo que le sorprendía aún más a Mary era que habían pasado bastantes semanas sin que Elizabeth mencionará a su príncipe de ensueño, Matthew. ¿Acaso se habría olvidado de él? Aunque fuese así, Elizabeth parecía feliz y contenta en el lugar donde estaba. Se estaba encariñando con la persona que juró detestar toda su vida, y lo mostraba abiertamente que hasta un día Mary se atrevió a preguntarle.

«¿No crees que te estas enamorando del séptimo?»

«¡¿Yo, enamorada de William?!»

«¡¿William?! ¿Ya hasta lo llamas por su nombre? Me corrijo, ya estás enamorada. Creo que hasta aquí llegó el pobre de tu príncipe Matty.»

Con todo lo que sucedió en ese mes no había tenido tiempo de pensar en temas tan triviales como lo era el sentimiento que abriga hacia su esposo, En supuesto no estaba mal que sintiera un enorme cariño hacia él, era esposos, era normal. Sin embargo, a pesar de los mimos y palabras endulzantes, jamás se besaron. Ese privilegio lo seguía conservando únicamente Matthew.

Matthew. ¿Qué habrá pasado con él?

Elizabeth no le volvió a ver desde el incidente con Ketch y su grupo, tampoco lo había recordado con frecuencia, no como antes, ahora ni siquiera tenía espacio en su cabeza para eso. Ella pensaba que si sólo lo pudiera ver una vez más, despejaría un poco el nubarrón de dudas que se formaba en su cabeza. Por otra parte, pesaba que lo mejor era poner aparte el tema de Matthew, sacarlo por un tiempo de su cabeza y vivir la vida que era suya ahora. No era la vida que pensó que un día tendría, mas no se quejaba. Todo era mejor de lo que hubiese imaginado. No obstante, su conciencia carecía de calma mientras ella estaba disfrutando de grandes lujos y la gente, su gente, seguían allá afuera, soportando, sobreviviendo, matándose entre ellos mismos por comida. No podía hacerse la desentendida si conocía el mundo desalmado fuera del palacio.

Pero un día, las cosas tomaron otra perspectiva. Todo comenzó cuando Elizabeth tomaba el té de la tarde junto a Mary.

William se apareció, y Elizabeth una vez más quedó embelesada cuando lo miró acercarse cabalgando sobre su corcel azabache, la capa y el cabello negro revoloteando con el viento, y su visión en cámara lenta era un plus. El caballo de William relinchó cuando se detuvo. Él desmontó, aventó la capa hacia atrás y la acomodó del cuello. Ató al animal en un poste de madera horizontal junto al corcel de Edward que también lo acompañaba.




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