El SÉptimo Dictador

VIII. MENTIRA

En esos tiempos no había un meteorológico exacto que anunciara la llegada de tormentas locales. El cielo, el día anterior, había estado tan claro como un lago cristalino. La mañana siguiente, estaba oculto por el color gris de las nubes.

Elizabeth despertó con una punzada de dolor en la cabeza parecida a la primera vez que se había embriagado. Cuando el malestar cesó, abrió los ojos temblorosos llenos de desvelo de la noche anterior. Con un vistazo rápido comprobó que estaba en su recamara. Descubrió su cuerpo cubierto por la delgada sábana de cáñamo bordada y, como lo imaginaba, confirmó que seguía completamente desnuda. Se llevó ambas manos a la boca, quiso gritar como una niña emocionada, mas no podía porque aun escuchaba ruido en su cuarto de baño, supuso que él se encontraba ahí.

«¡Lo hicimos! ¡Hicimos el amor!»

La tarde anterior había sido un caos total que concluyó en resultados jamás esperados.

Pasaron un par de días, desde que Elizabeth descubrió el parentesco entre William y Matthew. La frialdad de William para con ella había regresado como al inicio de su relación provocando un distanciamiento entre ellos. Él decía que se debía al trabajo agotador, pero Elizabeth intuía que era algo más.

Había llegado al punto en que podía soportar la hostilidad y antipatía de él, pero lo que no aceptaba y no iba a permitir por más tiempo era la relación tan estrecha e íntima que se daba entre William y su asistente, Diana. Esas reuniones en privado, los viajes a solas y las pláticas personales estaban llevando a Elizabeth al borde de la locura, llámese también celos. Al final de cuentas seguía siendo su esposa por escrito y tenía el completo derecho de reclamar cualquier sospecha de infidelidad, claro que con el pretexto de saber por qué se comportaba tan distante y tan seco con ella.

La tarde anterior decidió afrontarlo. Algo que fastidiaba a Elizabeth era que William lucía sereno, tranquilo, como si nada entre ellos hubiese cambiado. Elizabeth sentía que él estaba perdiendo el interés en ella y tarde o temprano se aburriría y pasaría a ser una más en la vida del Dictador. Siempre la esposa pero jamás la amada, como sucedió con el sexto Líder y la madre de William.

―Saldré mañana temprano, me iré unos días, por… un asunto de política ¿Está bien si Isabel se queda contigo?

Esas palabras fueron las que provocaron la detonación de sentimientos en Elizabeth. Ese fue un golpe muy duro porque sonaba más bien a una excusa que a una razón, su teoría de que él quería alejarse le arrojaba más evidencia de la que necesitaba y quería aceptar. Quién lo diría, ella sufriendo de amor por el tirano Dictador de Hiddenfire.

Estaba equivocada. William Barrow no terminó siendo el villano de cuento que pensó sería al principio. El problema era que, ahora que había descubierto la razón de tantos sentimientos disparados en ella, lo que hacía William, o mejor dicho, no hacía, le afectaba más profundo y con más intensidad.

―Si ya no le intereso puede decirlo. Si quiere que me haga a un lado para que usted pueda estar con Diana sólo pídalo. Yo no seré más un estorbo para usted y sus planes, puede irse sin el pendiente de mí… Mañana mismo regreso a casa de mi padre y le dejo el camino libre.

―¿Qué te hace pensar que no quiero tenerte conmigo?

―¡Todo! No me mira, no me habla… le presta más atención a Diana que a mí. Yo soy su esposa, yo, quiero ser su único centro de atención. Pero si no puede darme lo que yo deseo, lo entiendo, y me haré a un lado.

―¿Se te olvida quién soy? ¿Crees que puedes decirme qué hacer a mí? Tú no te vas a ningún lado. Eres mi familia ahora, y no voy a dejar que esos pensamientos impuros te hagan dudar de mi fidelidad a ti. Ni Diana, ni nadie más, tienen tanta importancia como tú. Eres lo único que me queda. La única mujer que deseo, y por si no te quedó claro te lo voy a demostrar.

Elizabeth, cubriendo su boca, dio un grito ahogado al recordar el primero beso entre ellos. Aunque algo feroz al principio, pudo sentir en carne propia los sentimientos que tanto estuvo buscando y que creyó no obtener de alguien como William. Fue tanta la emoción, la dicha que gozaba, que dejó el pensamiento de que esos labios le resultaron familiares… y por nada del mundo iba a dejar que ese pensamiento nublara sus sensaciones experimentadas. Sentía su rostro arder. Fijó su mirada en el suelo de la recamara, ahí donde su bata de seda permanecía tendida. Sintiendo aún más calor en su cara, recordó que ella fue quien tomó la iniciativa la noche anterior. Ni ella misma podía creer que haya tenido las agallas de desnudarse frente a William incitándolo a tomarla por primera vez.

William salió del cuarto de baño secándose el cabello, para mala suerte de ella ya estaba vestido.

―Buen día. ¿Cómo te sientes? ―Se cubrió instintivamente y desvió la mirada en dirección opuesta a él. Sintió la cama hundirse, asumió que William se había sentado.




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