El SÉptimo Dictador

XI. VALENTÍA

—¿Lo has perdonado?

—Es complicado, padre. Me gustaría poder darle una respuesta.

Elizabeth deslizó la taza, ya vacía, sobre la mesa del comedor. Suspiró, para luego lamer sus labios y limpiar con un pañuelo el resto del líquido sobre ellos.

—¿Lo sigues odiando?

—No lo odio. En mi corazón sólo hay espacio para un sentimiento a la vez. No le puedo odiar si todavía lo amo.

John veía con seriedad el sufrimiento interior manifestándose en su hija. Aunque él no estuviese de acuerdo con las medidas, decisiones y acciones del Líder, aun conociendo los motivos que lo orillaron a mentir, lo entendía de alguna extraña manera. Incluso podía justificarlo porque, con sólo ver cómo la miraba, él estaba seguro de que realmente amaba su hija. Y así le hubiese mentido a ella, también sabía que jamás haría algo para lastimarla.

—Elizabeth, no importa lo que tu voluntad dicte, yo voy a estar contigo. Pero creo necesario que primero escuches lo que el Séptimo tanto calló. Mientras desconozcas la verdad, eres sólo una ciega eligiendo un camino.

Ahí estaba otra vez, las palabras que su padre usaba a menudo.

—Si me lo dice usted, tal vez pueda tomar una decisión más a prisa.

—No me corresponde. Tendrás que preguntarle a él, sólo entonces podrás tomar una decisión de la cual no te lamentes luego.

***

Elizabeth despertó de golpe, sofocada, su cuerpo transpiraba como al salir de la fiebre, sentía que el aire apenas llenaba un pequeño espacio en sus pulmones. Otra vez esa pesadilla que desaparece con el abrir de sus ojos, la que olvida al despertar, pero sabe bien, tiene relación con la muerte y la agonía. Se sentó en el borde de la cama, limpiando el sudor de su frente con un pañuelo. Encendió la lámpara de aceite que estaba sobre el buró y se levantó apartando la manta. Caminó descalza, en camisón, hasta la cocina para beber algo de agua y poder concebir el sueño nuevamente. Oír la voz de su padre le hizo cambiar el principal propósito de estar fuera de la cama.

—Oh, es una pena. Sin duda, no le hará bien saber esto.

Se detuvo al pie de la escalera antes de que notaran que había bajado de su alcoba. Recostó su espalda en la pared y bajó la intensidad de la flama, tratando de no ser descubierta.

En la entrada de la renovada casa de John, estaba un hombre que reconoció de inmediato a pesar de tener una capa encima. Era uno de los mensajeros del Dictador. Lo que escuchó después fue por mucho, peor que la pesadilla olvidada.

—Ayer se esparció la noticia. Con seguridad hoy saldrá en los periódicos. El secuestro del Supremo Líder no se puede ocultar más, la gente lo sabe y está furiosa.

Elizabeth cubrió su boca con la mano desocupada. Estuvo a punto de dejar caer la lámpara, pero antes la sujetó con fuerza.

—¿Hace cuánto tiempo ocurrió?

—Tres días. Alguien de la servidumbre abrió la boca, por eso ha pasado poco tiempo. Se cree que fue una trampa. El General Zallinger dijo que el día en que lady Elizabeth le envió la carta para citarlo en cierto lugar, ese mismo día una de las empleadas desapareció. Fue la misma que entregó el recado.

—Yo no mandé nada —pensó, mientras luchaba por retener el vómito que quería salir de sus estomago junto a las lágrimas de preocupación de sus ojos irritados.

—Gracias por avisarnos, pero, no es momento de que mi hija lo sepa. Mantendré todo este asunto lo más oculto que pueda.

—Como guste, sir Wollstonecraft.

John agradeció nuevamente antes de acompañar al buen hombre hasta su caballo que estaba del otro lado de la verja. Para sorpresa de los hombres, Elizabeth pasó corriendo al lado de ellos, sin calzado, con sólo un abrigo sobre el camisón de seda y un quinqué en la mano.

—¡Hija! ¡No!

Se subió al caballo antes de que la pudieran alcanzar, tiró de las cuerdas y el caballo relinchó cuando ella le ordenó galopar velozmente.

—¡Horatio! ¡James! —gritó fuerte a los guardias que se suponía debían estar cerca. Cuando aparecieron, Elizabeth ya se había perdido de sus ojos por el camino de tierra rumbo al castillo— ¡Rápido, vayan tras ella!

***

Apenas los guardias divisaron el rostro de Elizabeth la dejaron pasar. Con desesperación y pasando de largo a las preguntas de la servidumbre, se apresuró a llegar hasta la torre del homenaje donde le dijeron que se encontraba el General Zallinger.

No fue necesario llegar hasta allá porque lo encontró, junto el resto de sus hombres, preparándose para salir.

—Vaya, llegaste antes de lo que esperaba.

—Tú sabes a dónde se lo llevaron, dime por favor.

—Sí, sé dónde está... ¿Por qué debería decirte? Creí que no te importaba.

—¡Me importa! ¡Y es una orden! ¡Dime!

—¿De qué sirve que te lo diga? No puedes hacer nada al respecto.




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