El Séptimo Piso

El Corredor

           Desde que entré, algo comenzó a perseguirme. No sabía qué era, pero corría de eso. Me detenía a descansar, caminaba, trotaba y corría de nuevo. Corría por mi vida, casi sin detenerme, a través de un estrecho y muy largo pasillo lleno de habitaciones a mi derecha y que a cada varios metros era iluminado por focos automáticos que se encendían a mi paso y dejaban nuevamente oscuridad al alejarme. A mi izquierda también se encontraba una larga ventana que mostraba un absoluto vacío en el exterior y que vislumbraba infinidad de estrellas en la distancia. Aunque todo estaba cubierto de oscuridad porque aquellas luces apenas y alcanzaban, había la cantidad de luz necesaria para no tropezarme, y eso era conveniente y suficiente…

           Huía de aquello, pero no tenía el valor de descubrir de qué se trataba. Escuchaba gritos de dolor y angustia, sollozos y risas frenéticas de cientos de personas por todos lados. Todas a la vez, luego por separado y de nuevo al mismo tiempo… Pero aún corría evitándolas, evitándolo… y observando que cada habitación de aquel pasillo tenía números negros enmarcados en oxidadas placas de bronce. Aquellos dígitos iban escalando con múltiplos de siete, así, los primeros que vi partieron desde el siete, luego el setenta y siete y el setecientos siete, hasta llenar toda la puerta. Intentaba contar los crecientes números al correr mientras casi rompía las cerraduras para buscar la salida, o una habitación dónde ocultarme de aquello que sentía en mi espalda a todo momento, pero no las podía seguir contando más.

           Vi, después de correr por un tiempo que me pareció eterno, lo último de aquél extraño pasillo. Había una última puerta con un único dígito grabado en plata y oro. El número siete se marcaba muy claramente, casi como si me mostrasen una revelación o la salida, pero antes de llegar observé los enmarcados; todos, o mejor dicho ninguno, tenían ya otros números que no fuese el siete tres veces. Pero algo más había cambiado: Ninguna puerta tenía cerradura. Me detuve a observar las demás que me quedaban del camino, y no encontré ninguna otra que me permitiera abrirla. «¿En qué momento se habían quedado sin pomo?» pensé, pero sin detenerme continué corriendo, tratando de evitar aquellos gritos que aún me atormentaban.

           A cada paso que daba sentía menos los latidos de mi corazón. Un escalofrío me recorrió la espalda y comenzó a hacer mucho frio. El aire se volvió pesado y mi respiración ahora era visible como nubes en el cielo que desaparecían repentinamente tras la lluvia. Sentía que alguien me vigilaba desde muy cerca y pensé que moriría si no salía de allí pronto.

           Me apresuré a alcanzar la última puerta para abrirla, pero después de tanto intentar; tras empujar, jalar y volver a presionar sobre ella, nada sirvió. Volví a intentarlo una y otra, y otra vez en vano. Estaba atascada y ya no tenía fuerzas. Mi cuerpo parecía pesarme tres veces más y caí de frente, de rodillas, al no poder aguantarlo. Escuché nuevamente aquellos sonidos; los gritos, llantos y risas. Estaban ahora mucho más cerca que antes. Escuché entre ellos el rugido de un león. Volteé mi cuerpo y me encontré con que el pasillo estaba oscuro hasta a unos pocos metros. Sentía en mi pecho el sonido de sus pisadas, que a lento galope se acercaban, como si, sin mucha hambre, el cazador caminase tras acorralar a su presa, disfrutando la cacería.

           Miraba al frente, a lo que ahora era único corredor sin puertas ni ventana y que se transformó súbitamente en solo dos paredes y un techo con una profunda oscuridad que traía consigo un mal indescriptible.




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