El Ser Mitológico

PRIMERA ESCENA

El fluir del agua me despierta. Mi mente está borrosa: no consigo recordar nada concerniente a mí.       

—Pobre muchacho —me dice una mujer de edad avanzada que llevaba un canasto de ropa.

Me encuentro sumido en uno de los lados del río: empiezo a sentir cómo un escalofrío ronda por todo mi cuerpo. Me doy cuenta, apenado, que estoy sin camisa: logro adivinar que debo de ser algún tipo de guerrero, pues eso explica mi cuerpo tan marcado.

—Ten —La vieja me pasa una camisa que no, precisamente, es la de mi talla y, además, me queda lo suficientemente ajustada.  

—¿Cómo te llamas? —me pregunta.

—No recuerdo —le contesto mientras de manera insegura rasco mi cabeza.

—Debe ser el río —menciona la vieja— o, quizá, el frío —dice mientras me señala que la siga.

Mientras persigo a la vieja por el camino que me indica, puedo darme cuenta de la gran vegetación arborescente que nos rodea. Hemos llegado a una aldea: veo a los niños correr y gritar plácidamente, percibo el olor fresco de la comida y, además, escucho el chirriar de las herramientas del casero trabajo que constituye a una aldea.

—Por aquí —me dice la anciana mientras se mete a una pequeña casa.

Me adentro a la casa.

—Toma —La anciana me entrega una vasija con alimento fresco.

—¿Qué es? —pregunto sin tener idea alguna.

—Frutas arbóreas de las ninfas —me dice la anciana, pero no logro entender a lo que se refiere—. Es el alimento con el que las brujas nos alimentamos —afirma la anciana.

—¿Brujas? —cuestiono sobresaltado. Luego se me viene información reminiscente del mundo sobrenatural.

—Sí —contesta la anciana con una desconfianza incipiente.

—¿Qué eres? —me pregunta la bruja mientras agarra una vara cerca de ella.

—Un ser esencial —digo con toda la seguridad que puedo, pues me he dado cuenta que la bruja está sosteniendo su varita mágica.

—Qué maravilla —La vieja saltaba de regocijo soltando la varita mágica—. Los seres esenciales pueden utilizar las tres artes mágicas —declara la anciana.

Tratando de actuar como un ser esencial común, yo asiento como un feligrés. De repente, escucho sonar unas campanas.

—El tiempo crepuscular se acerca —advierte la bruja mientras toma su varita mágica y encanta algún tipo de magia.

Posteriormente siento un dolor en la sien, en mi cabeza, en mi cuerpo, en todo mi ser. ¿Qué me está sucediendo? Me estoy volviendo más sensible al resonar de las campanas, al murmullo mágico de las brujas, a la ventisca que arrastra las hojas. Es como si mis sentidos se estuvieran aguzando y como si mis sentimientos se afianzaran en un abismo de desconsuelo penetrante, de dolor insufrible, del sentirse conmocionado.

—Eres un crepuscular —me acusa la vieja bruja.

—«Encantamiento:…» —intenta conjurar la bruja, pero la detengo asiéndola del cuello.

—Cállese, vieja anciana decrépita —le digo con un fervor mientras la asfixio.

Puedo respirar el ambiente en una oleada de creciente poder sombrío. Noto que mi cuerpo bota un vaho negruzco que apesadumbra todo el lugar. Me elevo entre los cielos destruyendo la casa. Oigo el estruendo del clamar de los aldeanos. Percibo el retronar de los cielos ante mi suma presencia.

Mi ser redime por completo la carne mundana de mi cuerpo. El vapor renegrido que me acecha desgarra la carne vil que llevo encima. Quedo totalmente cadavérico. Unas sombras improcedentes ennegrecen el aspecto cadavérico de mi ser. Sombras más poderosas se sitúan dentro de mis huesos gruesos para tonificar una membrana oscura. El velo negro se construye en mí a partir del hurto del tiempo crepuscular. Mi poder se incrementa en la medida que me convierto en el sumo príncipe del tiempo crepuscular.

—«Encantamiento druida: paz irrevocable» —encantan los aldeanos brujos, como si no se enteraran de mi suma presencia.

Observo cómo su ínfima magia trasciende de sus varitas mágicas, que me apuntan a mí, un sumo príncipe de la oscuridad. Me empiezo a reír sin desconsuelo habido o por haber. Mi risa se torna maníaca, infundiéndose en el máximo punto del sentimiento.

—«Necromancia conjurada: pesadumbre» —Concibo que es un deber mío transmitir el clímax del sentimiento y es así como lo conjuro.

Las almas diminutas de cada ser ahí presente comienzan a desprenderse en siluetas de sufrimientos. Yo solo abro mi boca calavereada para alimentarme de sus profundos sentimientos agobiantes. ¿Por qué sufren esos seres? Recuerdo, de manera cínica, que yo se los he impuesto: el juicio final ha llegado con mi mandato del padecer.




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