(Pronto estaré haciendo audilibros en un canal de Youtube de los libros que estoy escribiendo)
Cercado de Lima,
Jirón Azángaro,
Av. Abancay,
Palacio de Justicia,
El pasillo del juzgado olía a papel húmedo y café recalentado. Hugo Hernán Huayaquiri avanzaba con la carpeta pegada al pecho y los ojos atentos, como si cada rostro fuera una cláusula escondida. La señora de chalina morada que espera en mesa de partes se lleva la mano a la frente apenas él le pregunta por el denunciante: mentira piadosa; el joven de polera negra que jura no conocer a la agraviada parpadea tres veces seguidas: miedo; el secretario que le promete “en un ratito” el sello, sonríe apretando los labios: cálculo. Hugo no apunta nada: le basta mirar.
Viste una camisa celeste arremangada, corbata floja, pantalón de drill grafito; el maletín negro, más gastado que elegante, le abre un hueco en el hombro. Tiene treinta y tantos, tez cobriza, barba de sombra de fin de día y esas ojeras que parecen rubricadas a sello húmedo. Nadie diría “famoso”, pero en los juzgados humildes su nombre corre bajito como chisme útil: “Ese abogado te defiende sin cobrarte tanto”. Por eso a veces lo paran en plena escalera: “Doctor, ¿me ayuda?”; y él, con sonrisa chiquita, cede el paso, recoge papeles, presta lapicero, enseña dónde va el escrito.
—Doctooor, ¿y a mí cuándo me sale la audiencia? —le pregunta la señora de chaleco verde, dedos curtidos de vender verduras en Barrios Altos.
—Si firmamos hoy, la próxima semana nos dan fecha. Tranquila, doña Lidia —responde Hugo, y su voz es suave, de barrio, sin esa rigidez de estatua.
El Cercado de Lima, a esas horas, latía con su mezcla de siglos: balcones de madera que se asoman sobre jirones de adoquín, casonas de color mostaza con portones enormes, el neoclásico del Palacio de Justicia hinchando el pecho frente al Paseo de los Héroes Navales, edificios modernos de vidrio que se reflejan unos a otros con cara de lunes. Por la Av. Abancay, las combis escupen pasajeros como si la ciudad respirara con tos; por Azángaro, libreros vendian códigos comentados junto a engargolados exprés, y detrás, en imprentas mínimas, suena el golpeteo de máquinas viejas que aún creen en el plomo y en la tinta.
—¡Hugo! ¿Almuerzo? —le grita Raúl, colega y pata del pre, vientre generoso, bigote fino y saco cuadriculado que le queda chico en los hombros.
—Pásate después, tengo una asesoría en el 3B —responde.
—No seas malo, pueh. Hoy invito.
—Invitas cuando ganas en las apuestas, y cuando estás flaquito de triunfos, mi loco —se ríe Hugo, señalándole el anillo dorado que brilla como victoria adelantada.
Baja hacia el primer piso. En el cubículo minúsculo, con una Virgen de Chapi pegada a la pared y una ventana que da al hueco oscuro de un patio interior, lo espera Rosa, diecisiete años, cabello recogido con liga azul, chompa barata sobre un vestido floreado. A su lado, su mamá, un silencio de rezo en la boca. El papá del bebé no se ha hecho cargo. Hugo no sermonea. Les traza el camino: alimentos, medidas, qué papeles, qué tiempo, qué no firmar. Habla claro, acompasado, pausas donde cabe la esperanza. Rosa lo mira sin parpadear, como si ahí hubiera una puerta.
Al salir, el sol de las tres pega en las veredas y el viento trae olor a anticucho desde un carretón en Lampa. Hugo compra una empanada y se sienta un minuto en la baranda del Parque Universitario. Observa: un turista con sombrero de paja fotografía los balcones virreinales; dos chiquillos saltan las losas del parque como si fueran islas. Hay una belleza cansada en el Centro, piensa, una dignidad con remiendos, como toga vieja que aún cae bien.
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Hora Nocturna,
Barranco, Av. Pedro de Osma,
Miraflores, entre Berlín y alrededores,
La cena con sus amigos cae en Barranco, un restobar de paredes de ladrillo visto, faroles de metal y mesas de madera donde el vino se siente menos caro si se comparte. Angie llega con vestido ocre y casaca de jean, risa fácil y ojos de “qué fue, pues”; Samuel, alto y flaco, camisa blanca arremangada, anteojos redondos y botas que no se decide a lustrar; Raúl, el del bigote, con polo negro y blazer azul marino que insiste en vestirlo de ejecutivo.
—Ya, ya, brindis —dice Angie, levantando la copa— Por el doctor que va a dejar de vivir en archivos y va a empezar a vivir la vida, ¿no?
—De verdad ya vive —mete cuchara Samuel— Solo que su verdad huele a toner y manila.
—Gente, no me maten en público —Hugo sonríe, cansado pero presente.
Pican tapas, hablan de la universidad, de esa profesora que decía “tesis es amor con metodología”, de los trabajos que salieron y los que salieron peor. Afuera, la Av. Pedro de Osma luce casonas republicanas como damas veteranas: balcones con filigrana, jardines con buganvilias, esculturas que posaron para una foto que nadie tomó. La noche barranquina tiene su propia música: un cajón a lo lejos, la brisa que viene de la quebrada y las risas que cruzan de mesa en mesa.
—Manito, mira esto —dice Raúl, deslizando en el celular una oferta— Hay un Tour barato a Egipto. Sí, Egipto, papi. Cairo, Luxor, barquito por el Nilo… Precio de remate.
—¿Egipto? —Hugo se ríe— ¿Para qué, pe? No tengo ni tiempo.
—Para olvidar el reloj —Angie le apunta con la copa— y porque si no te sacamos nosotros, vas a terminar durmiendo en mesa de partes.
Samuel asiente con una sabiduría de meme:
—Hermano, hay épocas en que uno necesita cambiar el paisaje para que el alma se ponga al día. Te veo con la mirada de locaso.
Hugo mira la pantalla. Pirámides encuadradas como sellos en el pasaporte. Lee “salida en quince días”. Siente que, por dentro, algo se afloja, como corbata que por fin cede. No promete nada. Solo dice: