Ala de Curaciones del Palacio Supherti,
Antes del alba,
El olor a resina flotaba como un rezo sin palabras. La Mirra y el lentisco, eran como un hilo de alcanfor para despejar cabezas, y, por debajo, la humedad limpia de los canales que corrían bajo el piso. La Sala de Curaciones era una estancia de alabastro con columnas esmaltadas en verde oscuro; en los capiteles, flores de papiro abrían su piedra hacia un techo pintado de aves. En los nichos, faroles con llamas azules velaban sin insistir. Los aprendices iban y venían con jarras y paños, moviéndose de puntas como si el dolor pudiera despertarse con el ruido.
Cinco horas después de haber caído en aquel mundo extraño al suyo, Hugo respiró distinto. La fiebre se le aflojó como corbata deshecha y volvió a la conciencia, con ese peso de cuerpo que uno reconoce antes de saber dónde está. No entendía el idioma que escuchaba alrededor, pero le era claro el sentido: desconfianza, prisa y miedo. Fue entonces cuando su oído se agudizó por el lapso de unos instantes, y nada más hacerlo, empezó a comprender el idioma, y alcanzó a oír una palabra repetida—ejecución—como piedra que alguien tantea en la mano para ver si sirve.
En el borde de su catre, una sombra se recortó. Nephertary entró con la corona todavía húmeda —las gotas, tercas, le brillaban en el flequillo—, y los dedos temblando de control, que no de miedo. Llevaba una capa carmesí recogida al codo para que la sangre ajena no la manchara, un pectoral de escamas ajustado y una lámpara de juramentos prendida al nivel del corazón. A su derecha, el capitán Sahruk—un semi-humano, a quien otros de los ocupantes le daban el apelativo de Omenki, quien tenía la forma de un chacal de pelaje color arena, con una cicatriz limpia cruzándole la ceja—ordenaba a la guardia con la economía del que aprendió a hablar con la cola. Detrás, Sabu-Kher llevaba en los ojos el cansancio feliz de quienes ven que el mito no los traicionó.
—Fuera —dijo la Phaeron, sin alzar la voz.
No era una orden dura; era la frase que ya se sabía obedecida. Quedaron en la sala los necesarios: ella, Sahruk, Sabu-Kher y dos sanadoras jóvenes de manos finas. En la puerta, un ardarik Omenki sin ruido, que por si la noche decidía venir con invitados.
Hugo la vio —la reconoció sin conocerla—. Había en su postura algo de juez y algo de orilla: esa firmeza que le había visto a las paredes del Centro de Lima cuando resistían el tránsito y el tiempo.
—Mi suprema Phaeron—aventuró a decir Sabu-Kher—, preguntan si… —buscó una palabra que no pesara tanto— si corresponde cortar esto aquí.
La Phaeron, por su parte, no miró al anciano, sino a Sahruk. El ardarik Omenki sostuvo el gesto, pero en su pupila hubo un latido mínimo. Hugo lo vio con la claridad de oficio. También vio a un guardia humano—joven, mandíbula apretada—pasarse el pulgar por el borde de la lanza tres veces como quien reza, y a una sanadora apretar los labios al escuchar ejecución y buscar, sin querer, la esquina donde se guarda un vaso de agua.
Nephertary se acercó al forastero. La luz del farol rozó la mejilla de Hugo; el azul le partió la pupila y, cosas del puente secreto de la laguna, permitió que una palabra alcanzara la otra sin tropezar tanto.
—¿Me entiendes?
—Un… poco —dijo él, con voz raspada.
—¿Bien, ahora dinos? ¿Cómo fue que llegaste aquí?
—Bueno.... Habia una especie de Laguna… y luego, una luz… me… trajeron.
Aún le costaba hablar el idioma; era una cuerda tendida sobre el canal. Bastaba para no caer.
—Te llamas Hugo ¿No es así?—repitió la Phaeron, probando la forma del nombre—. Saliste del agua, la laguna de los faroles te trajo aqui, respondiendo a mi llamado de ayuda. Este es mi palacio. Esa palabra que oíste, ejecución, la pronunciaron los que creen que matandote calmarán los malos presagios. Yo no gobierno para calmar presagios, sino para obedecer a la balanza —alzó la lámpara—. Pero necesito saber si eres amenaza o herramienta.
Hugo tragó saliva. El abogado dentro de él—ese que tomaba aire antes de pararse frente a un juez que tal vez lo iba a mirar como molestia—puso la voz donde debía.
—Yo puedo ser útil… —buscó, y la palabra llegó entera.— Mi utilidad puede ser mejor que mi cabeza en una pica.
Sahruk ladeó un centímetro el hocico. Sabu-Kher, sin teatralidad, sonrió con los ojos.
—¿Dime por qué? —pedía Nephertary, seca.
—Puedo leer —Hugo señaló, apenas, con la barbilla— lo que sus más cercanos callan. Y lo que intencionan en sus mentes.
La frase hizo una grieta en el aire. La Phaeron no parpadeó. El capitán bajó la mirada al suelo, lo justo para no contaminar la escena con su sorpresa. Sabu-Kher acercó un banco.
—¿Qué lees ahora? —Preguntó Nephertary.
Hugo señaló con cuidado, sin brusquedades de acusado.
—A él —miró a Sahruk—, no le gusta la palabra que dijeron. Su ojo crece… poco —juntó pulgar e índice, como una señal de pequeño—. Eso… pasa cuando uno se prepara a hacer algo que no quiere, pero cree que debe. Su… cola no se mueve. Si quisiera mi muerte, golpearía el piso dos veces. No golpea. No quiere sangre en su guardia el día de la Coronación de su Monarca.
Sahruk no habló. El leve aplacamiento de su pelaje sobre la nuca fue lo más cerca que estuvo de asentir.
—Y a él —ahora señaló a un guardia joven.
— Le sudan las manos, pero no por miedo a usted—Hugo levantó su palma, mostrando la suya—. Él me mira y luego mira su lanza. Tres veces. Quiere obedecer algo que escuchó arriba, no lo que usted diga. Tiene dos dueños. —Hizo el dos con los dedos, torpe, claro.
Nephertary frunció el ceño, y de inmediato Sahruk se lanzó a por el hombre, tumbandolo. Un grupo de Omenkis amordazaron al guardia y de inmediato se lo llevaron. La Phaeron por su parte se volvió a Hugo que miraba atónito la escena.
—Muy bien ¿Y que me puedes decir de ella? —Preguntó, señalando a la sanadora que había apretado los labios y el vaso.