Palacio Supherti,
Mañana del rito,
Hugo cruzó el Patio de Lotos con el brazalete de mensajero recién bruñido mordiendole la muñeca y una caja de tablillas selladas apoyada en la cadera. Iba de túnica sencilla, lino crudo, cordón a la cintura; sandalias de suela nueva que todavía chirriaban al doblar. El brazalete, parecía un latón con el cuño real en relieve, con un tenue pulso, a ratos se templaba tibio y a ratos se apagaba, como si respirara por su cuenta.
El Patio parecía vivo. Habían cuatro estanques escalonados que se entrecruzaban entre sí por desbordes mínimos; los lotos abrían sus bocas amarillas y el olor dulce se mezclaba con el pan de la cocina y con la tinta fresca de la galería vecina. Pasaban siervos y siervas en un trazo fino, cuidados de no hacer sombra sobre los estanques: quizá fuera una superstición antigua, esa que dice: “no apagues al agua”.
A lo lejos, una escolta de Omenki ardarik cruzaba la avenida interior con sus armaduras mates y ese modo de olfatear sin levantar la nariz.
En la Puerta de Basalto, Sahruk lo esperó unos pasos detrás, brazo cruzado, cicatriz limpia sobre la ceja, pelaje de arena lustrado. Fingía desinterés; olía a perro guardián contando moscas para no mirar al intruso. Hizo el gesto acordado —dos dedos al suelo, dos al pecho—, apenas, por si lo necesitaba.
“Observa antes de obedecer”, le había repetido Pamenes.
Hugo había asentido sin mirar atrás.
El Templo de Am-Ur se alzaba al final de la calzada como una garganta de columnas. Pilares altos, esmaltados en lapislázuli con remates de oro trabajados como encajes. Las paredes, llenas de relieves con barcas, balanzas y manos extendidas, parecían haber aprendido a guardar silencio desde antes del idioma. Entró por el Atrio de los Halcones —dos estandartes con pájaros de cuello alargado flanqueaban la escalinata— y el aire cambió: incienso y cálculo. Sacerdotes que sonreían sin enseñar dientes, acólitos que caminaban al compás de campanillas, escribas con punzones suaves pesando palabras como si fueran grano.
—De parte de Balanza, por mandato de Corona —pronunció Kharu a la mesa de recibo.
El acólito oficial —túnica azul, cordón trenzado, manos de uñas limpias— marcó una uña curva en la tablilla de tránsito. Kharu apoyó la caja con las doce tablillas; no soltó hasta escuchar la palabra.
—Recibido —dijo el muchacho, y el paquete cambió de dueño.
Kharu dio un medio paso hacia atrás para mirar. El rito aún no comenzaba, pero ya ensayaban. Tres acólitos caminaron por el eje central con paso de desfile; al cruzar las primeras columnas bajaron la cabeza y, sin decirlo, ensayaron el gesto de sumisión. Hugo notó el detalle: los pasos se sincronizaban justo al pronunciar la palabra "sumisión" en susurro, como si el piso tuviera un metrónomo debajo. A la derecha, el sumo cantor practicaba una frase con la voz templada de quien sabe cortar papel con el aire: “quien porta la corona se inclina”. La entonación era limpia, impecable; la inflexión, no. Ahí había trampa: llevaba el peso hacia su inclinación, como si la orden viniera del templo, no de los dioses.
“Esto no suena a gracias, suena a bajada de cabeza”, pensó.
Se le escapó una sonrisa mínima.
No podía rondar como turista. Pamenes le había dado una rutina: dejar el paquete, marcar media luna (en señal de espera), contar ochenta respiraciones antes de irse. Pero también le había recordado el oficio:
“mira bordes”.
Así que miró los bordes.
Índice sobre la tráquea: lo hizo un sacerdote mayor al pasar frente a un acólito que sostenía un rollo. No era amenaza; era señal de bajar el tono justo antes de la puerta del eco. Un escriba alzó las cejas y pestañeó lento hacia el estandarte del halcón; la tela vibró apenas: alguien arriba afirmó con la cabeza. Dos mozos —cordón doble en la muñeca, marca de casa ajena,— se desplazaban siempre en diagonal pegados a los marcos, evitando la línea central como si quemara. Uno llevaba una bandeja vacía con el hombro hundido: escondía algo entre tela y piel. Otro tocó la tercera losa del eje con la punta del pie, probando la trampa de aceite que Hugo había olido en la víspera. El suelo estaba otra vez resbaloso.
—No seas huevón, Kharu —se dijo en voz baja—. Mira y calla.
Un acólito joven —cara de buena gente, ojos entrenados— reapareció detrás del pilar con una tablilla de lectura. Tenía los márgenes limpios, la cera muy nueva. Kharu recordó su punto minúsculo en el paquete original: el dedo meñique hundido en cera la tibia. Se acercó lo justo para revisar el intríngulis sin desobedecer. La tablilla que sostenía el acólito no era de las suyas: no traía el borde con tres puntitos (que era denostación de una señal de abierto) ni la diagonal de apelado. Traía, en cambio, unos rasgos cortísimos a los lados del texto, como garras. Sin saber leer los signos, supo para qué servían: eran marcas de respiración que torcían énfasis. Si se seguían, la frase “por la gracia recibida” caería en “por la gracia debida”. Un pelo de diferencia. Una ciudad de distancia.
Hugo levantó la vista buscando a Sahruk. El capitán no había entrado, como acordaron; permanecía en la escalinata, espalda al mundo, fingiendo contar nubes. Si Kharu hacía la seña —dos dedos al suelo, dos al pecho—, Sahruk movería piedras. Pero era pronto. Había que leer un poco más.
Tres Thakersis —nobles de la casta— cruzaron el atrio con túnicas claras, collares de cuentas azules y ese andar de propietarios antiguos. El primero saludó al agua en el cuenco lustral con la palma alta (gesto de superior a subalterno). El segundo bostezó al entrar, gesto de desprecio educado. El tercero dejó que su anillo pesara un segundo sobre la tablilla del templo, como probando sello sin tocar cera. El cantor los miró de reojo; no cambió su frase, pero el timbre le subió un hilo.