El Siervo de los Faroles/vol I: Abkazir

Capítulo 4: La Casa que habla en Monedas.

Abkazir,

Casa del Tesoro,

Sala de Pesas y Cambios,

Corredor de los Sellos,

Media mañana,

Aquel día se había dirigido a la casa del tesoro, está Última, olía a metal templado y papiro viejo. El aire tenia la densidad de un juramento: entraba por la nariz y se quedaba en la lengua. En las paredes, se vislumbraban relieves de balanzas que sostenían soles y espigas; Pamenes le había dicho, que los soles pesaban luz y las espigas pesaban paciencia. En el friso, había un halcón pequeño que repitia su silueta cada tres palmos como si vigilara las cuentas con vuelo inmóvil.

Hugo, o mejor conocido como Kharu hasta ese momento, cruzo el Corredor de los Sellos con una tablilla de recados por Archivo. Pamenes le habia dejado una orden simple que abre puertas difíciles:

Mira antes de preguntar.”

Así que ese día solo se dedicó a mirar.

Las pesas oficiales del Tesoro descansaban en mesas bajas, ordenadas del mayor al menor como una familia que aprendió a hacer fila. No eran lingotes: eran piedras bronceadas con marcas de halcón grabadas al fuego; cada una tenia en el lomo una cifra y un relieve; cada una debería ser intocable. Pero algunas mostraban filos limados, apenas gastados, como uñas de escriba que se comen la piel sin querer. Otras lucian una pátina desigual: el bronce no envejecía. Hugo no toco; lo midio con sus ojos.

El ritual de pesaje era música de trabajo.

El escriba cantaba números con voz plana —a un ritmo recitado, sin emoción—; el cambista responde con golpes suaves de cucharilla sobre el borde de la balanza: ting… ting. Las manos de los auxiliares —anillos gruesos, uñas pulidas y muñecas perfumadas con resina—mueven granos entre cajas de madera, dejando un reguero de cáscara que luego otro mozo barre con celo de ceremonia. Cada operación tiene espectadores que no hablan: mercaderes con piel de sol, viudas con cesto al codo y capataces que mastican aire para no intervenir.

A un costado, en un estrado sin adornos, el Gran Tesorero Nemtah recibia peticiones. No tocaba nada. No firmaba en público. Tiene la cortesía masticada de los que aprendieron a no comprometer sus dedos. Escucha. Y cada vez que un mercader humilde protesta —“esa pesa me roba un hilo”, “ese puñado no es el mío”—, Nemtah inclina la cabeza lo justo, que en esa casa significa: repitan. El escriba repite. Con las mismas manos. Con la misma pesa “ajustada”. El resultado era idéntico, sólo que ahora la gente ha gastado su queja y se ha vuelto menos peligrosa.

—Aquí, la casa habla en monedas, —susurra un auxiliar a otro, con una sonrisa de cadena aceitada.

Hugo anota la frase en su cabeza y enmienda un pensamiento:

"La casa habla, pero alguien le dicta".

Más adelante anotaría aquello.

No era devoción: era coreografía. Lo ve en Hekama, que ha venido a supervisar sin manchas nuevas en el dedo, y en los Thakersis de cuello azul que pasan por detrás como quien no encuentran nada que guardar porque ya es suyo.

Un ardarik de pelaje ceniza —vigilante de salidas,— huele el aire cuando sube el murmullo. A su lado, un escriba tercero, joven y calculado, toma nota de los nombres de los que reclaman con más fe que voz. Hugo recorre con la mirada el borde de la sala: en cada esquina hay un pabilo de aceite marcado con rasguño vertical; si la llama baja sin explicación, un siervo activa la entrada lateral de “ventilación” (palabra elegante para decir cambio de testigos). El Tesoro administra aire como administra grano.

—Kharu —lo nombra un oficial de tránsito, cordial sin amistad, su rostro se mantiene neutral—. ¿Archivo?

—Archivo —muestra su cuño de barro, y el oficial apenas asiente.

El sirviente se hace sombra y camina a la velocidad de quien lleva sílabas en un cuenco. Observa sin treparse: pesa grande, pesa mediana, pesa pequeña. En la mediana de la segunda mesa descubre el limado más indecente: un borde pierde media luna de bronce, justo donde el halcón no mira. La pátina de ese borde es nueva, verdosa donde debería ser vieja. Un auxiliar la gira con el pulgar para que el limado no quede hacia el público. No es descuido; es oficio.

—Dos khet —canta el escriba.

Se escucha un Ting doble de un pequeño campanilleo del cambista.

—Anota —dice Nemtah, sin mirar, y el escriba anota.

A media sala, un hombre ralo de barba pobre y manos de pescador se arriesga:

—Mi grano no pesa así en orilla, señor.

—Aquí no es orilla —contesta el escriba—. Aquí es la Casa del Tesoro.

La sonrisa de Nemtah es un hilo corto. Inclina la cabeza un milímetro. El pescador baja la vista. En la puerta, una mujer aprieta el cesto con los dedos blancos. Hugo le sigue la mirada. Nada cambia. Todo queda más ordenado.

Vuelve a mirar a Nemtah.

El Gran Tesorero viste un lino oscuro con ribetes de cuentas verdes; el cuello no tiene polvo —aquí nadie se inclina—; la barba recortada a regla; las manos a salvo, lejos de todo contacto. Cuando siente que alguien lo observa, no busca al observador; mira el reloj de agua del nicho, cuyas gotas marcan un compás más lento que los golpes del cambista. El tiempo, en el Tesoro, obedece otra balanza.

—¿Recado? —Pregunta una escriba al paso.

—De Pamenes —responde Hugo—. Se debe cruzar un sello por empadronamiento en el ala sur, y el medir tránsito de pesas.

La mujer asiente. Con un punzón sin punta, marca una uñita en la tablilla que Hugo trae: símbolo de una autorización. Él aprovecha el giro de la escriba para mirar de cerca las marcas en los halcones. Las más viejas tienen golpes de taller; las nuevas, líneas perfectas de cuchillo. La perfección no siempre era virtud cuando se hablaba de justicia: la piedra honesta guardaba cicatrices

Un jefe de mesa da la orden de revisar un lote. Traen pesas a la pila de contraste: agua quieta, hilo de plomada, superficie que no miente. Hugo observa cómo un auxiliar moja, seca, pule con paño suave y deja a la pesa “perfecta” lista para volver a mentir.




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