Abkazir,
Red de Postas,10 días después,
Patio de Mensajeros (sector del Puente de Recaudos),
Puerta Norte,
Barrio de Alfareros,
Muralla Occidental, en la Guarnición del Oeste,
El día en Abkazir empezaba por sus postas. En el Patio de Mensajeros, al pie del Puente de Recaudos, el suelo estaba marcado con líneas de yeso como carriles de agua; brazaletes de latón tintineaban, en cuerdas con nudos, y las tablillas, viajaban envueltas en lino con sellos de arcilla—halcón, espiga y balanza—que sudan cuando el día aprieta. Los corredores —hombres y mujeres de piernas finas, y hombros quemados por el sol,— llevan la ciudad en la espalda: túnicas cortas, fajines de cáñamo, sandalias con correas cruzadas; el cabello, bajo paño; la mirada, a la altura del trabajo.
En cuanto a Hugo, se movia adentro de ese ir y venir con la misma técnica con que camina en un juzgado: mirar, anotar sin escribir, no estorbar.
“Si preguntas, hazlo cuando ya sepas la mitad”, le dijo Pamenes. Así pues, escucho la música de la red: el chasquido de las cuerdas, el tap de las sandalias en la piedra, el rasp de los sellos al apoyar la arcilla en el borde de la mesa.
—Partida al Norte —cantaba una escriba, voz fría.
—Recibo al Oeste —respondio otro siervo, marcando dos nudos en la asa de una cesta.
—Sigilo —susurra otro, que camina a su lado como si fuera una persona x, alguien desconocido, y aprieta el cordel contra el borde.
Fue en ese instante, cuando Hugo notó algo que no figuraba en ningún manual. Entre los paquetes con sello limpio, corrían también paquetes chicos con casi nada: lino apenas prensado con la uña, sin cuño, y una raya de tinta azul en el pliegue—el azul del templo—. Nadie los levanta alto; cambian de mesa sin campanilla, como si fueran notas de cocina. Sin embargo, van siempre hacia el Oeste.
—¿Eso? es Salsa para el banquete —dice un corredor, sin mirarlo, cuando Hugo pregunta con tono de aprendiz.
—Comprendo. —Hugo asiente, neutro—. ¿Mismo destino?
—Cocinas del Oeste —responde el siervo, y la mirada se le cae al suelo por medio latido antes de mentir.
Por lo que se refería a la ruta, Hugo la había aprendido. A continuación, acompaño el flujo desde la Puerta Norte—arco alto con halcón grabado, un guardia ardarik con pelaje ceniza que siempre está atento a algún disturbio—, doblo por el Barrio de Alfareros —calles de arcilla y hornos humeantes, con paredes tatuadas por manos antiguas—, y ve desaparecer los paquetitos en una casona sin letrero: la Casa de las Tres Sombras, así llamada porque su pórtico pegaba con una sombra triple a la hora de la siesta. Fue en ese instante cuando la ciudad le habló por la esquina del ojo: tres sombras en la puerta, tres ráfagas de mozos, tres rutas que se separan sin ruido.
—Relevo —susurra un correo, pegando el codo al cuerpo para pasar—. Cocina de Occidente.
Hugo lo deja ir.
En relación con su oficio, mete el tiempo en la memoria, su trabajo es salir a la séptima campanilla por la Puerta Norte, dobla a la tercera esquina —la mujer del horno que huele a anís—, entra a la Casa de las Tres Sombras, desaparece quince latidos, reaparece en un corredor junto a la Muralla Occidental con la cesta sin lino, directo a la guarnición. Otro punto era la marca: la raya azul siempre en el mismo lugar del pliegue, como firma de mano que no paga sello.
Acerca de los mensajeros, Hugo los ve de cerca sin tocarlos. El sudor les deja mapa en la clavícula; las manos, curtidas y rápidas. Uno de ellos era flaco y flexible, y ajustaba nudos sin mirar: un doble nudo junto a la asa (símbolo de prisa), otro era un nudo apretado contra el borde (símbolo de urgencia), corte mínimo en la lengüeta del lino (simbolizaba un cambio de posta). No obstante, los paquetitos azules no llevaban esos códigos a la vista: viajan desnudos de signos y señales, como si la orden estuviera en otra parte.
—¿Llevas sello? —Pregunta Hugo a una sirvienta con brazalete marcado.
—Si, siempre —responde ella, enseñando la arcilla con halcón—. Lo otro es cocina.
—Cocina del Oeste —remata un tercero, y se le tuerce la comisura antes de sonreír.
Fue entonces, cuando se generó un silencio breve.
El primer silencio fue de escritorios: en el Patio, por un parpadeo, ninguna caña raspa la tablilla. El segundo silencio fue de guardia: un ardarik ladeaba la oreja hacia el Oeste. Y el tercer silencio fue de lino: los pliegues sin sello, que crujen distinto.
Así pues, Hugo se pega a la pared como quien lee sin molestar. Además, cuenta pasos entre posta y posta, y en su cabeza dibuja la ciudad con flechas. Cuando la marea de mozos baja, cruza el Puente de Recaudos y se mete por Puerta Norte con el paso corto de los que no llaman la atención. El brazalete le late con una tibieza mínima; el metal parece decir “síguelo”.
Observa la calle de los Alfareros. Los hornos exhalan calor con olor a barro cocido; en los muros, palmas y espirales marcadas con barro por manos de niños y abuelas. Un muchacho ata una cesta con cuerda fina; dos nudos a la vista, y un tercero escondido debajo, apenas tocando la asa. Hugo mira la lengüeta del lino: en el borde, un corte diagonal tan limpio como una pestaña.
—¿Hacia dónde? —Pregunta, como quien charla para pasar el rato.
—Oeste —responde el muchacho, y se rasca el cuello—. Cocina.
Kharu asiente, no discute. Dobla hacia la Casa de las Tres Sombras. La casa no ostenta nada: muro encalado, pórtico profundo, ventanas altas con celosía de madera. Las tres sombras caen una sobre la otra; el suelo tiene bordes pulidos por siglos de paso. Una anciana barre sin apuro, y con su escoba tapa una marca de tiza en el umbral: tres puntitos azules. Hugo ajusta el enfoque. Ese azul no es del polvo del horno: es tinta.