El Siervo de los Faroles/vol I: Abkazir

Capítulo 7: La contabilidad de los dioses

Abkazir,

En el Templo de Am-Ur,

Granero Mayor,

Sector de Silos de los Norte,

Al día siguiente, por encargo de Pamenes, se habían dirigido al Granero Mayor del Templo de Am-Ur. Este último, era como un animal dormido. Los muros de adobe contaban su propia historia: líneas negras a distintas alturas —cicatrices de antiguas crecidas—; entre línea y línea, la cal se descascaraba como mapa viejo. Las bocas de silo lucían tapones de barro apretados con cuerdas tensas como tendones; el pasillo central olía a grano tibio, a polvo de harina pisada por generaciones, y al fondo, vibraba un zumbido leve, la música de los insectos que creen que nadie los oye.

Hugo entró con Pamenes sosteniendo una tablilla de permiso redactada para parecer rutina: esta última, tenía un sello discreto, fórmula sobria y con ninguna palabra que hiciera ruido. Sahruk no cruzó el umbral; se quedó a la sombra del Atrio de Pesas, donde las balanzas colgaban como costillas de bronce. Un par de omenkis ardarik olfateaba el aire; otro fingía revisar una soga para medir el tiempo de los cargadores.

Los sacerdotes, por su parte aparecieron con miel en la voz y harina en los dedos. Sus túnicas claras tenían el borde gris del trabajo que ha aprendido a no mancharse.

—¿Que es esto?

—Inspección de rutina.

El primero de los acólitos vaciló a todas luces sorprendido, pues cosas como esas jamás sucedía en Abkazir.

—Es bueno que el templo confirme su transparencia, pasen—, dijo uno de los sacerdotes, sonriendo con dientes que no mordían. Hekama, el escriba con tinta azul que Hugo ya conocía, bajó una vista apenas para ubicar su lugar en la escena. —Tablillas de inventario—, anunció, y empezó a enumerar con una perfección que sonaba sospechosa, como quien canta de memoria un número recién escrito.

En ese momento, a varios metros de distancia, un cargador detuvo el pie a mitad de paso al ver la tablilla oficial. Al instante, se generó un silencio de expectacion que se debió a las cuerdas. Y hubo un último y extraño silencio, que fue precedido por un saco de harina que cayó más lenta, como si también quisiera intervenir.

Hugo dejó que las cosas se mostraran solas. Y en lugar de contar bultos, miró formas. Los conos de grano “contado” tenían un brillo joven: granos que todavía no se aplanan en la base. Sin embargo, las tablillas hablaban de fechas viejas.

Esto está demasiado fresco para números con arrugas”, pensó, y se acercó a la sombrilla del cono oriental, el único que el sol no tocaba en todo el día por culpa de la pared alta.

—¿Ese silo? —Preguntó, de manera casual.

—Reposa —dijo un acólito, sin mirar—. “Es un Silo de reserva”.

Así pues, pidió un ganchito para medir humedad. Pamenes no necesitó más: tocó el tapón con el dedo y se quedó con un olor rancio pegado a la piel —grano viejo mezclado con nuevo, maquillaje de abundancia. No obstante, nadie dijo “fraude”; Pamenes se limitó a la sentencia corta, esa que pesa:

—Si la cuenta no cuadra, que cuadrara la ley.

En la salida norte, un carrillo dejó una costura fina de trigo como quien olvida un hilo al coser. El rastro cruzaba el umbral y se perdía hacia un pasillo de servicio.

—Ofrendado—, explicó Hekama sin despeinarse, como si la palabra fuese un trapo con el que se limpia cualquier mancha.

—¿Ofrendado ya? —dijo Hugo con cara de no saber—. Vaya qué rápidos son los dioses.

—Am-Ur no retrasa lo que es suyo —replicó el escriba, con sonrisa cortada.

En cambio, la huella en el suelo decía otra cosa: el grano “ofrendado” no iba al santuario, bajaba por el corredor que llevaba a los carros, y que se dirigía Dios sabe, a algún lugar "X" como una suerte de reserva o comida extra para los acólitos y sacerdotes del Templo. Así pues, Hugo caminó en paralelo al rastro, sin pisarlo, y lo vio perderse en la bodega de herramientas: palas, sogas, ganchos y un saco con la boca recién anudada.

—Pamenes —susurró—, ¿me presta el cálamo?

—No firmes nada —respondió el escriba—. Mira y guarda, tal y como le dijo la Phaeron.

— Tranquilo, no haré semejantes cosas.

A continuación, Hekama trajo las tablillas de inventario con cifras que encajaban como ladrillos de maqueta: entró un tanto, salió otro tanto y luego se quedó mirando. Asimismo, cada línea tenía su cuño; cada cuño, su canto. Hugo no las analizó de golpe; probó una esquina. Le leyó en voz baja una fecha a Pamenes:

—“Después de la fiesta de la Luna Corta”.

—Mmm..... Justo cuando el pueblo ayuna.

Hugo empezó a intuir, que cuando el pueblo estaba en su ayuna ritual, respetando las costumbres de su dios, los miembros del templo parecían comer cuando el pueblo no. Aquello era un símbolo de irrespeto, hacia sus costumbres. No era que quisiera transformarse a aquella religión, el era Cristiano a mucha honra, pero entendía que debian respetarse costumbres, por muy agebss que fueran. Además, estaba el tema de hacer justicia. Hugo anotó mentalmente aquella imagen: de cada diez cargas, una se esfumaba. Ahora bien, eso se miraba en cuerpos, no en números. Observó cuellos: el administrador del granero llevaba en la muñeca una marca semicircular —huella de soga de transporte reciente—; el acólito que recitaba cifras evitaba mirar el cono oriental, ese que siempre estaba a oscuras.

—Bien.... Abramos ese silo —pidió Hugo, amable—. Para verificar la humedad, eso será todo.

—No corresponde hoy —dijo Hekama, algo alarmado—. Hay ritual de egreso mañana.

—Tranquilo, —intervino Sahruk desde el umbral, sin entrar—. Una tapa no es sacrilegio. Sería un sacrilegio terrible, que robaran alguna reliquia interna dentro del Templo.

Fue en ese instante, que el acólito del cono oriental tragó saliva y se equivocó de cuerda. Pamenes le sostuvo la mirada sin moverse; Le valía al muchacho volver a empezar; le costaba un montón levantar la vista. Hugo ya tenía el olor en la nariz, ese tufo que mezcla viejo con nuevo y pretende ser uno.




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