Amanecer en Abkazir,
La víspera, cuando el sol todavía quemaba los bordes de los patios y el aceite de las lámparas no había aprendido a arder, tres cosas coincidieron como dientes de una misma llave aquel día. Primero, el templo mandó emisarios a sus pórticos con cara de ofensa antigua y palabra nueva: “profanación”. Que en el rito de Am-Ur, se decía que la Phaeron había trastocado el nombre sagrado, y que el dios —que no pasa hambre— se había sentido tocado donde no le corresponde. Segundo, las mujeres del mercado y los barqueros juntaron murmullo en las veredas de sombra: “grano maquillado”, “silo oriental con olor a ayer”, “ayuno que sabe a truco”. Tercero, y no menos ruidoso aunque viniera en seda, la sangre reclamó por boca de Kheperen: en el banquete del Salón de Basalto, aseguró, la reina había bajado la copa “por debajo”, gesto de vasallaje envuelto en etiqueta. Aquel día se habían levantado tres quejas, tres puertas de entrada para el mismo animal.
Tras ser informada de aquellas acusaciones, Nephertary no llamó al salón.
Ordenó consejo abierto en la Explanada de Basalto, todo eso a mediodía, con forma de ley para que nadie confundiera teatro con capricho: “quien acuse, que traiga el objeto que se deje tocar; quien defienda, que traiga el sello que se deje leer”. Aquel día, un pregonero salió al alba con su tambor de mano y la voz que corta la calle. En cada esquina dejó la fórmula breve clavada con cera: se oirían cargos de rito, de grano profanado en el Templo y de sangre; se requerían testigos con ruta y con nombre; se pesaría con ánfora patrón y se juraría en la balanza de Maat. Esa mismo dia, Pamenes, con parsimonia de escriba que conoce el sueño de las tablillas, preparó copias del edicto y un juego de cuños limpios; pidió al depósito la ánfora patrona con aro de hollín —la que manda el peso igual en cualquiera de los barrios— y revisó con Sahruk el estado de las pesas comunes.
“Que nadie diga que el bronce estaba cansado”, dijo con la mirada clavada en el platillo.
Sahruk, por su parte, tejió la mañana con hilos cortos. No hizo ruido; movió a varios de los suyos hasta la plaza de forma que pareciera que estaban ahí desde ayer: un semicírculo que no cierra pelea, pero sabe cerrarla si la llaman, dos pasillos angostos para que los testigos caminen sin tropa detrás, y la sombra justa en borde de estrado para que la ley no se derrita. En la cocina, por encargo de Hugo, Tarek separó paños de servicio sin lavar desde el banquete del Basalto, Naru memorizó otra vez el orden de las bandejas y Semet guardó la ruta de las copas como si fuera la de un gato que no quiere ser visto. En los graneros, Yara —la del mercado— señaló con el mentón la salida norte; Hugo dibujó de un tirón el croquis del rastro, línea fina con una rueda floja que dejaba migas de trigo hasta la noche. “Primero la mano, luego la boca”, apuntó en su cuaderno negro.
El templo movió su propia cuerda, vieja y tensa. Menhet alisó la túnica hasta borrarle el polvo del camino y se barnizó el anular con resina para tapar la marca reciente de soga; a su espalda, dos acólitos revisaron canastos nuevos con cuerdas nuevas —la pureza también se ensayaba— y un tercero repartió cordones de sal entre devotos conocidos, por si la devoción necesitaba recordar por dónde se cobra. Aqen, el barquero con espalda de río, recibió el suyo “por cábala de navegante” y practicó frente al agua la frase que no era suya; alguien le enseñó dónde poner la voz y dónde la pausa. Mientras tanto, Kheperen, limpió su copa de vidrio verde hasta quedar reluciente; ensayó “debajo” con sonrisa de teatro y miró su propia mano como si fuera prueba. Merkhut no ensayó: calculó.
“El pueblo se entretiene con juguetes nuevos”, le dijo a Nemtah, y Nemtah se tocó el pulgar con el índice, tic de quien cuenta sin que se note. Si el consejo iba a ser en plaza, pensó el tío en voz sin boca, había que enseñar a la plaza a olvidar rápido.
La Phaeron no había dormido mucho, con frecuencia las personas con poder casi nunca lo hacen; tampoco hizo ceremonia. En la Cámara de Mapas, a esa hora en que la luz todavía no se decide por una pared, convocó a los suyos, sin más testigos que los ríos pintados. Pamenes leyó la fórmula corta de apertura; Sahruk listó los pasillos, los hombres y los dedos que no debían moverse. Hugo puso sobre la mesa el lienzo con el croquis del carrillo del granero y, a un lado, la toalla con una mancha seca de sal que no había besado copa real.
—Si a medio dia nos lanzan palabras, les devolvemos cosas—, dijo.
Nephertary escuchó con la cara de una piedra tranquila.
—Bien.... El Consejo estará abierto, a mediodía; que todo lo que se diga pueda tocarse—,dispuso.
Y nadie la vio sonreír.
Al salir, los pregoneros repitieron tres golpes y la ciudad se fue ordenando como un tablero al que le acomodan las piezas sin grito: los clanes de barqueros se movieron hacia el borde de sombra de la Explanada —los ríos tienen memoria, dijeron—; las mujeres del mercado apilaron toldos donde el sol cae oblicuo, porque el hambre no entiende de horarios; los magistrados se sentaron en fila limpia, muro de ojos antes que de pergaminos; los ardarik cerraron semicírculo con la suavidad de los que pueden abrirlo de un hachazo si alguien se olvida de respirar; los escribas afilaron cálamos como lanzas pequeñas; los curiosos llegaron con sus niños, y las ancianas, con su sombra. Del templo bajaron túnicas planchadas, perfume de resina y una certeza: donde hay pueblo se debe hablar fuerte. De los pórticos privados bajaron risas cortas, brazales de vidrio y medias palabras, la seguridad de que el protocolo, si se empuja, se convierte en coartada.
La arena atrapada entre los bloques de basalto raspó temprano, como si el piso quisiera decir algo antes que la gente. El sol amaneció fijo, con esa crueldad que no impresiona a nadie en Abkazir, y los estandartes del halcón quedaron tiesos de calor desde la primera hora. La balanza grabada llegó envuelta en lino, no por pudor sino para que nadie la tocara hasta que pesara la primera palabra; el ánfora patrón bajó con su aro de hollín a hombros de dos cargadores, y el sello del halcón se revisó delante de tres: Pamenes, un ardarik y Yara, la del mercado. Un ujier trajo el estuche con la tablilla de fórmula del rito de Am-Ur