Palacio Real,
En la Galería del Agua y los corredores contiguos,
Al Amanecer,
El palacio despertó con un murmullo que no venía de los patios sino de las bocas: rumores, dulces y envenenados. La brisa del canal entró cargada de loto y de cuchicheo. A continuación, por los corredores más frescos cruzaron doncellas con cántaros y dos eunucos arrastrando una caja de lámparas nuevas. Los faroles, de vidrio esmerilado, llevaban en el borde un halcón diminuto, recién grabado.
“Donación devota”, decía el sello.
“Cortesía del Tesoro”, decía el perfume.
—Dicen que la Phaeron va a recibir sola al músico del templo —soltó una cocinera en el dintel del patio, medio riéndose, medio mordiéndose la lengua.
—Dicen que entró con permiso real —respondió la otra, tanteando el aire con la cuchara.
Por otra parte, Merkhut oyó sin oír desde una sombra. Vino con túnica de lino color arena, el cabello peinado hacia atrás, un anillo ancho que hacía clic cuando juntaba los dedos. Sonrió del lado que no ve el sol. Por qué hablar, si el trabajo ya lo hacía la intriga. Luego, Nemtah apareció con su paso de balanza: ni rápido ni lento, exacto. La comitiva de escribas del Tesoro cargaba las lámparas como si fueran trofeos. El Gran Tesorero saludó con un ángulo de cabeza que olía a resina fina.
—Para la Galería del Agua —dijo, como quien deja un obsequio sin precio—. Luz limpia para un lugar que la merece. Además, propongo orden: unificar accesos con un solo sello maestro. El sello del halcón; uno para todos los pórticos. Por consiguiente, menos confusiones.
Nephertary escuchó imperturbable, espalda recta, manto claro. No opinó. No era el momento. Solo extendió la mano para que una doncella aceptara la caja de lámparas. En cambio, Sahruk midió a Nemtah con ojo de soldado: todo lo que venia de regalo, cobra después.
—Se estudiará —cortó Pamenes, seco—. En seguida.
Por otro lado, Hugo no estaba en la conversación. Estaba en los papeles. La Puerta Sur había amanecido con cola de mensajeros, y él —tablilla menor aún tibia en el cinto— había recogido los libros de posta: el de luz y el de sombra. A continuación, se sentó en un banco de piedra a la entrada del corredor que lleva a la Galería del Agua. Pasó saliva. Abrió el de luz. Firma perfecta: un pase nocturno para ensayo musical. Luego, abrió el de sombra: ninguna marca de la misma hora. El aire le olió a trampa bien peinada.
—Revisa el sello, —se dijo, en voz baja—. Porque la mentira entra con uniforme.
Después, pidió a un ujier el bol de arcilla donde se imprimen los cuños. La superficie tenía un brillo extraño, no de cera palaciega. Hugo acercó la nariz. Un perfume dulce, con punta. No era la mezcla del palacio, que huele a aceite plano, casi sin nombre. Esto tenía jazmín y algo de puerto.
—¿Quién cambió el aceite? —preguntó a un guardia joven.
—Yo no, señor —el siervo se encogió—. Igualmente, el de anoche trajo su sello “nuevo” y su propia arcilla… dijo que “era para no molestar a la escribanía”.
—Ya —Hugo lo miró de arriba abajo, sin filo—. ¿Respiró como guardia?
—¿Cómo así?
—Dos cortas y una larga, pues. La contraseña que te enseñó Sahruk.
El muchacho lo pensó. Miró al suelo.
—No… era como cantor. Lindo, pero sin… sin aire de patio, me entiende.
—Te entiendo, manito —Hugo apuntó, seco.
En consecuencia, pasó el dedo por la impronta del halcón estampada en la arcilla nocturna. Las líneas estaban perfectas; sin embargo, algo no calzaba: la garra derecha era lisa como diente gastado. Pamenes había enseñado la semana pasada una variante con una muesca mínima precisamente en esa garra.
“Para cuando quieran copiarnos a cera limpia”, había dicho. "Esa muesca no estaba."
—Habra que ver el libro de luces otra vez —pidió. Luego, cruzó hora: el pase figuraba a la “quinta caída”, que el reloj de goteo marcaba con una gota espesa que tarda en caer. La servidora del reloj juraba que no había oído esa gota en ese tramo.
—Mi reloj de Arena canta, señor —dijo—. Esa hora no sonó.
Por lo tanto, el pase perfecto estaba fuera de ritmo. La escena, no el encuentro, era lo que estaban armando.
En ese momento, Nephertary caminó hasta la Galería del Agua a revisar las lámparas. La galería era larga y estrecha, con una zanja central por donde corría un hilo de agua sobre piedra lisa. Las columnas tenían relieves de peces y halcones; las sombras, a esa hora, eran franjas de tinta. El loto flotaba en vasijas bajas y a la luz de la mañana le salía un vaporcito que olía bonito, sí, pero demasiado ostentoso para un día con filo.
—¿Quién pidió estas lámparas? —Preguntó la Phaeron, sin mirar a nadie.
—El Tesoro las donó —respondió la doncella mayor—. También sugirió el sello maestro.
—Ya —dijo Nephertary, y endureció un grado la espalda. No hizo comentario. La Phaeron no respira para los chismes.
Después, Nemtah se acercó hasta una distancia políticamente correcta. El pulgar rozó el índice; cálculo en su pequeña música.
—La seguridad gana cuando se simplifica, mi señora —ensayó—. Además, la ciudad lo agradecerá. Por consiguiente, un solo halcón, un solo control.
—La seguridad gana cuando no se actúa —lo cortó Pamenes.
Sahruk no habló. Miró al halcón grabado y a Hugo, que ya venía a paso corto, cuadernos pegados al pecho.
—Dilo —pidió la Phaeron, sin curva.
—El libro de luz firma una visita a la quinta caída —Hugo levantó el cuaderno—. El libro de sombra no la canta. La arcilla huele a puerto, no a palacio. La garra del halcón no trae el diente nuevo. El guardia que abrió no respiró como guardia.
—¿Y entonces? —Nephertary clavó la mirada en la franja de agua.
—Entonces, no preparan un encuentro —dijo Hugo—: preparan una escena. Debido a eso trajeron lámparas nuevas; por lo tanto, quieren luz limpia para que la mentira salga nítida. Es por eso que hoy por la noche van a intentar repetir la entrada con música y testigos. Por consiguiente, si dejamos el pórtico como está, nos pegan la foto.