El Siervo de los Faroles/vol I: Abkazir

Capítulo 13: La máscara de Pamenes.

Abkazir,

Archivo de la Puerta Sur,

Sala de las Mesas Frías,

Sector de las “Tablillas”,

El archivo olía a junco húmedo y a dedos lavados en arena fina. Las mesas, lisas como espaldas tensas, guardaban un silencio que pesaba más que el polvo. Fue en ese lugar, donde Pamenes cruzó el umbral, la túnica sin arrugas y un pulso de alarma escondido detrás de su seriedad. Sobre su mesa lo esperaba una tablilla sin cuño con un mensaje breve como un golpe:

Sabemos de tu cambio de cifra en la remisión de la viuda de Khemet.

Aquel mensaje en la tablilla significaba que alguien, desde fuera o desde muy adentro del archivo, conocía con exactitud la “compasión contable” de Pamenes —el ajuste de siete granos y un tercio a favor de la viuda de Khemet, y estaba dispuesto a usarlo como palanca. No era un reproche moral, era una seña técnica: sabían dónde había movido la cifra (en la coma que separaba lo cobrado de lo remitido), cómo lo hizo (sin cuño, fuera de circuito), y a quién beneficiaba. Con esa precisión, el mensaje no acusaba: invitaba. Venía a decirle:

“Vemos tus dedos; ponlos ahora donde te digamos”.

Por eso Pamenes estaba preocupado. Si obedecia la “invitación” (copias previas de los Libros, matrices y agendas), quedaba enlazado: sus manos quedaban dentro de la cadena de custodia y cualquiera podia afirmar que participó en la fabricación de pruebas o en la habilitación de sellos. Si se negaba, lo exponian con su única falta pública —una falta nacida de la compasión— para desprestigiar el archivo entero. En ambos escenarios, el golpe real no era contra él, sino contra la credibilidad del instrumento (los Libros, las matrices y el registro), que eran lo que sostenia la ley en Abkazir.

El polvillo azul en el reverso de la tablilla agravaba la inquietud: este último, señalaba al templo/Tesoro y, por tanto, una trama que mezclaba el rito, la contabilidad y el sello, algo que era capaz de convertir un ajuste menor en coacción. El pedido concreto (copias, matriz vieja de garra lisa y agenda de audiencias) encajaba con una operación mayor: armar coartadas y falsificar autoridad. Pamenes entendia que no buscaban papeles, buscaban sus huellas; no querian un error, querian un enlace. De ahí la máscara: mantener el pulso, proteger el archivo y ganar tiempo para convertir esa mordida en trampa de retorno.

La trampa de Retorno estaba diseñada para obligarlos a cerrar el círculo en el único punto que Pamenes controlaba: el archivo bajo cadena de custodia del Templo/Tesoro. El polvillo azul, espolvoreado en el reverso de la tablilla, no era adorno: servía de marcador de manipulación y de señal de ruta; quien lo tocara dejaría rastro en manos, pergaminos y bolsas. Las “copias”, pedidas con prisa, saldrían con una leve desalineación deliberada entre sello y cifra; la “matriz vieja de garra lisa” —obsoleta pero aún registrada— introducía un microcambio en el fileteado del escudo que solo podía “corregirse” en la imprenta sacra; y la “agenda de audiencias” fijaba un horario de ventanilla que estrechaba el embudo. Con ese trípode, cualquier coartada fabricada nacería con un defecto técnico trazable que, para quedar válida, exigiría volver al origen a “regularizar”: presentar la tablilla, pedir regrabado o refrendo, y exponer al portador, al corredor y al sellero que daba cobertura. Pamenes no buscaba atrapar papeles sino capturar el enlace humano: mantener el pulso (seguir tramitando sin alarmar), proteger el archivo (mantener las copias madre intactas) y ganar tiempo para que la mordida se invirtiera en coacción inversa; cuando los falsarios regresaran a cerrar su propio trámite, el polvo, la desalineación y la matriz antigua los amarrarían al libro de asientos y al sello de control, dejando alineados nombre, hora y mano.

El escriba de guardia fingió buscar polvo en los registros. Las uñas se le mancharon de tinta, no de calma.

—No la toqué —murmuró—. Apareció… así.

Pamenes no parpadeó. Leyó una vez. Dejó la tablilla al borde, como si el borde pudiera devolverla al pasillo. Los músculos del mentón firmes, la comisura izquierda retenida por un hilo invisible. Hugo lo observó desde dos mesas más allá; vio la máscara. La conocía: era la misma con la que se escuchan sentencias que ya se sabían.

Entonces el escriba cerró un inventario con un chasquido.

—No es por mí —dijo, sin mirarlos—. Es por la ley. Si me rompen a mí, rompen el archivo.

Hugo detecto que estaba pidiendo ayuda, pero sin hacerlo. Era una forma de pedir extraña. Pamenes con frecuencia bers orgulloso para esas cosas, y pedía apoyo no de forma directo, sino que lo hacía de forma indirecta, en frases que ni siquiera pareciera una forma de ayuda. Aquellas últimas frases, por consiguiente, tenían un peso terrible en el Escriba, uno que lo ponía en una posición de pieza de soporte: no hablaba de su pellejo, sino de la fe pública que su oficio sostenía. “Si me rompen a mí, rompen el archivo”, significaba, en términos precisos, que dañar, coaccionar o desacreditar al custodio —sus manos, su criterio, su firma y su trazabilidad— quebraría la cadena de todo lo que pasaba por su mesa. En Abkazir, donde el poder de los derechos poco a poco estaba cambiando debido a Kharu/Hugo, la ley no era solo texto, era procedimiento verificable (matrices, sellos clave microdentados, sellos, márgenes y comas fechadas). Si el escriba caía, todo lo inscrito por él entraba en sospecha. Las copias perdían amparo, los cuños podían impugnarse, los libros “tartamudearian” porque ya nadie sabía dónde terminaba la corrección y dónde empezaba la manipulación.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.