El Siervo de los Faroles/vol I: Abkazir

Capítulo 14: El Juicio en la Sala de las Plumas

Abkazir,

Sala de las Plumas,

Ala Oriental, Sector de Justicia,

Era día de juicio.

Aquel día se había convocado a Nephertary en la Sala de las Plumas, para atender un asunto de gran importancia, con respecto a todos los sucesos acaecidos en la Capital. Aquel día también, la Phaeron había hecho todo lo posible para hacer que Hugo/Kharu, asistiera junto a ella. Pues algo en el fondo de ese tik que llamamos intuición, le orillo a llevarlo a su lado.

Así pues, se dirigieron hacia la Sala de las Plumas.

40 minutos después, tras la llegada de todo el pueblo y todos los intendentes, el incienso se quedó a medio vuelo bajo la cúpula y la cal apagada dio a la luz un tinte de harina. La balanza de cobre sobre el estrado parecía resplandecer. A un lado, una pluma de ibis; al otro, una piedra con vena oscura. Los sumos sacerdotes de Am-Ur ocupaban sus sitiales con la rigidez de los ídolos, y los escribas del templo alineaban tablillas en filas exactas, el borde igualado con una uña, como si afilaran cuchillos hechos de barro.

—Que conste en voz… —entonó el heraldo, mirando a la balanza y no a la gente.

Las palabras se elevaron lentas, pegadas aún al aceite aromático de las lámparas de bronce. En los bancos, el público no carraspeo; se ajustaba el manto, escondía los dedos en el pliegue, contaba con los ojos.

Nephertary cruzó el umbral sin joyas. Llevaba sólo el brazalete liso, oscuro como un juramento que no se pronuncia. No miró al estrado: miró a la primera fila de viudas del mercado que habían conseguido asiento. Merkhut, su tío, estaba en una sombra lateral, contaba los silencios con una alegría educada; la sonrisa quieta del que apuesta por la tormenta y escucha, paciente, el roce de los toldos.

Hugo, tomó asiento un paso atrás de la Phaeron, sin rango público. Apoyó el cuaderno en el muslo. La cera estaba en blanco; la palma, húmeda. Le dolía una idea detrás del ojo: el juez que no se ve era el que pesaba. Alzó la mirada a la piedra de la balanza. Le pareció reconocer, en ese brillo apagado, el color del precio del pan.

—Se acusa a la Phaeron, por usurpación del trono —leyó el heraldo—:sobre todo, por la coronación no consumada ante los dioses.

Aquella acusación era porque Nephertary no se había hecho reconocer frente a los dioses y al sacerdocio, sobre todo, con respecto al día del Ritual. Era una acusación absurda, pero útil. El templo intentaba convertir una omisión calculada en crimen fundacional. La Phaeron había asumido el peso del trono por la vía seca y visible de un gong de Tambor real, de los edictos y del pan repartido. Por todo eso, la ciudad la había aceptado en la plaza, no en el altar. Aparte que ella misma había descubierto, gracias a Kharu/Hugo, de la treta que los miembros del templo habían urdido en su contra para hacerla resbalar en el templo, con tal de generar malos presagios. Por todo eso y mucho más, el rito ante los sumos sacerdotes se había pospuesto. Se pospuso también, porque, en el momento del colapso del canal, detenerse a ungirse con óleo sagrado hubiera sido una pantomima obscena, pero esa decisión práctica dejaba ahora un flanco descubierto en el papel. El cargo de “coronación no consumada ante los dioses” no discutía lo que la gente ya vivía —que Nephertary gobernaba como Phaeron,— sino que buscaba fijar, en tablilla, que todo su ejercicio era “provisional”, revocable por una simple ceremonia que los mismos acusadores controlaban, y que de hecho querían usar a su beneficio. En otras palabras, no estaban juzgando si la corona pesaba sobre su cabeza, sino que tenían una excusa litúrgica para arrebatársela cuando el precio del agua volviera a ser negocio de altar.

—Tambien, se acusa a la Phaeron, por sacrilegio —continuó—: por la intervención de pesajes y peajes del agua sin permiso sagrado.

Aquella era otra acusación igual de estúpida, y en opinión de Hugo quien se hallaba cerca de la Phaeron, era el borde de la trampa mejor diseñada del templo: convertir una reforma técnica —unificar pesajes y peajes, limpiar intermediarios y poner pesas claras— era un delito contra los dioses. Hacia que el “Sacrilegio fiscal” sonara a herejía, no a disputa de tarifas; esa era la jugada. Lo que Nephertary había hecho, con el pesaje y peaje Únicos, era sacar el cobro del agua del terreno nebuloso de las “costumbres sagradas” y meterlo en tablas, medidas y turnos verificables. Había desplazado a intendentes de altar, rematadores de ofrendas y sacristanes que vivían de las lagunas del sistema. El templo, al acusarla de intervenir en pesajes y peajes “sin permiso sagrado”, no discutía si el agua llegaba mejor o peor, sino quién tenía derecho a tocar el circuito del dinero que corría bajo el incienso. Si esa idea cuajaba en el pueblo, cualquier auditoría futura a cuentas del templo podría presentarse como una profanación, y cualquier intento de exigir recibos, como un atentado contra Maat. Hugo lo veía con claridad incómoda: querían que la palabra “fiscal” quedara pegada, para siempre, a la palabra “sacrilegio”, de modo que el próximo consejero que se atreviera a ordenar el río de los tributos no se enfrentara solo a funcionarios enfadados, sino a dioses ofendidos fabricados en actas.

—Por apropiación de primicias: desviación de frutos y óleos destinados al altar.

Nephertary por su parte, apretó el puño, y sintió que le ardía todo por dentro al escuchar aquella tercera acusación, porque sabía exactamente de qué hablaban y cómo estaban torciendo todo aquello. La “Apropiación de primicias” pretendía pintar como robo algo que había sido una decisión en pleno desbordamiento de hambre. Parte de los frutos y óleos marcados como “para altar” se habían redirigido, con registro en regla, a graneros y patios donde el pan ya no alcanzaba y las lámparas de servicio se apagaban antes de tiempo. No se habían desviado a bolsillos privados, ni a fiestas de corte, sino a sostener turnos de guardia, hornos y remos en los canales cuando el sistema antiguo, lleno de intermediarios, ya no podía. El templo, sin embargo, convertía esa reasignación en sacrilegio, como si cada cántaro de aceite tuviera más valor sobre una piedra perfumada que en manos de un panadero.




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